Iagoba Bermeosolo nació en Gernika. Sus ocho primeros apellidos son vascos y el euskera es su lengua materna. Se crió en una familia profundamente nacionalista, de las que se partieron cuando se produjo la escisión entre el PNV y EA. Tardaron años en recomponer los trozos. Lo conocí a principios de los ochenta, cuando vino a estudiar a mi colegio en Vitoria. El azar y el orden alfabético nos juntaron en los pupitres durante siete años, en ese período de la vida tan propenso a las pasiones y a los deslumbramientos excesivos. Descubrimos juntos a Hesse y a Camus, a Machado y a Lorca, a Borges y a Cortázar. Fuimos carne de filmoteca, disfrutando o bostezando con Tarkovski y Rohmer, según la tarde. Compartimos también otras andanzas menos culturales y más inconfesables. Me levantó alguna novia y yo traté de vengarme, la verdad es que sin mucho éxito. Le perdoné porque su madre hace la mejor tarta de moka del mundo. Tiene alergia al Real Madrid, pero ni eso, ni la política, ni más tarde la distancia física, consiguieron separarnos del todo. Somos amigos desde hace veinticinco años, y ese sentimiento mutuo hace que, cuando volvemos a encontrarnos, olvidemos al instante los largos períodos de silencio con los que nos castigamos involuntariamente.
Pero mi amistad no se alimenta sólo de la nostalgia, la antigua camaradería y los buenos recuerdos de la juventud perdida, sino de la profunda admiración que siempre he sentido por él. Hace unos años, la víspera de una huelga general en el País Vasco, Iagoba se presentó en el cuartel de la Ertzaintza más cercano al local de su pequeña empresa para explicarles que quería trabajar con normalidad y preguntar qué pensaban hacer para proteger su negocio. Me contaba que la indiferencia y la sonrisa irónica del agente que le atendió le provocaron mucho más miedo que la posibilidad de un coctel molotov contra su negocio al día siguiente. Iagoba representa como nadie la conciencia cívica de una minoría que se rebela, no sólo contra la violencia terrorista, sino contra el silencio de la mayoría, cómplice o cobarde, que para el caso es lo mismo. Iagoba lleva el nacionalismo en sus genes, no en un pin en la solapa. Por eso, cuando envió una carta al Deia, el periódico oficial del nacionalismo vasco, defendiendo la libertad de los que no piensan como él y declarándose avergonzado de vivir en semejante país, su opinión escoció tanto que al día siguiente un periodista del régimen trató de ridiculizarlo en su columna semanal por haber desarrollado en su escrito la siguiente idea “bárbara”: primero las personas, luego la política.
Nos separa un mundo en cuanto a ideología, pero su llamada fue la primera que recibí el día que asesinaron a un amigo de mi familia, o cuando volaron por los aires a un político socialista a escasos metros del domicilio de mis padres. Esa empatía de alguien que se ha educado y vive en un entorno tan distinto al mío es la que me permite mantener la esperanza y negar con tozudez cuando escucho que no hay solución. Frente a la comodidad de una mayoría silente, Iagoba ha optado siempre por el compromiso moral con unos valores que van mucho más allá de la patria, la lengua o la bandera, y por denunciar la responsabilidad de quienes debían haber liderado una rebelión cívica frente a la barbarie y no lo han hecho, poniendo por delante unas ideas políticas que, paradójicamente, son las que él en gran medida comparte. Por eso su postura es doblemente valiosa e irreprochable, porque no se le podrá acusar nunca de ventajista.
Aunque su ejemplo cotidiano de dignidad y valentía en el centro de la zona cero borroka rebasa con creces el mínimo exigible, este euskaldún sin complejos, que nunca ha sentido el peso de la boina ni se ha contemplado el ombligo, se ha superado a sí mismo. Iagoba Bermeosolo acaba de publicar su primera novela, “La Fonda” (Editorial Alhulia), un precioso librito lleno de ternura y optimismo, una historia de tolerancia y respeto hacia los que no piensan como nosotros que transcurre en Kániger, un pequeño pueblo soriano que recibe la visita de incógnito de Federico García Lorca en los días previos al inicio de la Guerra Civil. No encontrarán aquí una crónica de buenos y malos, ni un ajuste de cuentas con la historia, sino un relato de personas con ideas dispares que comparten esperanzas y miedos, tratando de reconocer los valores del otro. “La Fonda” es un libro ejemplar, no sólo por el mensaje y los valores que transmite, sino por la condición y las circunstancias de quien lo escribe. Es una auténtica hoja de ruta dictada por su autor, primero con sus actos y ahora con las palabras.
Muchas veces Iagoba me hablaba de la necesidad de evadirse de la atmósfera asfixiante, híper-politizada del País Vasco. Lo que celebro es que lo haya hecho a través de la literatura, un modo que nos permite a los demás disfrutar de su bonhomía y su inteligencia. Es evidente que no soy, ni puedo, ni pretendo ser objetivo, pero el mundo sería un lugar mucho más habitable si abundaran los tipos como él.
lunes, 30 de noviembre de 2009
domingo, 8 de noviembre de 2009
Maratón de Nueva York 2009: Los chicos también lloran
La primera vez que oí hablar del maratón de Nueva York tenía 9 años. El padre de un amigo de mi colegio lo corrió y pude saber qué era aquello a través del relato que su hijo nos hizo a toda la clase. Escuché su aventura con una mezcla de envidia y emoción que aún recuerdo.
Pasaron 25 años y casualmente visité Nueva York en los días previos a la maratón. Me impresionó el ambiente y entonces decidí que algún día participaría… y allí estaría también mi hija Irene, para disfrutarlo como en su día lo hizo mi amigo Edorta. 5 años después he podido cumplir la promesa y he vivido una de esas experiencias irrepetibles que sabes que no olvidarás nunca.
La ciudad se vuelca cada año con un evento que en esta ocasión ha reunido a 43.000 corredores y ha generado un gasto directo e indirecto en torno a los 250 millones de dólares. Supongo que este es un buen motivo para no protestar por los cortes de tráfico, los restaurantes llenos y demás incomodidades que genera una prueba como esta.
La noche anterior al maratón dormí poco: en parte por el jet lag, en parte por los nervios, y sobre todo porque te recogen en el hotel a las 6 de la mañana. A las 7 ya estábamos en Fort Wadsworth, en Staten Island. Es una inmensa zona militar, justo a la derecha del puente de Verrazano, que habilitan ese día para alojar a los corredores durante las casi tres horas de espera, o más, que transcurren hasta el inicio de la carrera. Sin duda, esta es la parte más pesada del día. Al bajar del autobús llovía ligeramente y hacía bastante frío. Afortunadamente la lluvia cesó al cabo de unos minutos e hizo más llevadera la espera. Lo único que quieres en esos momentos es empezar a correr ya. Pero hay que esperar, y para pasar el tiempo vale cualquier cosa. Por ejemplo, sentarte en un bordillo y observar atentamente los movimientos previos a la carrera de Rafael Medina, Duque de Feria y Alfonso de Borbón, que no es Rey de Francia por culpa de Sarkozy, rodeados de un grupito de niños bien madrileños. Era gracioso porque llevaban unas pintas muy distintas a las que vemos regularmente en el Hola. Hay que explicar que en todo aquel inmenso recinto domina una estética homeless, de lo más tirado, como si se reunieran allí todos los vagabundos del estado de Nueva York. La explicación es sencilla: tienes que dejar la bolsa con tus efectos personales que te entregarán a la llegada casi una hora antes del inicio de maratón. Como hace bastante frío, la gente va vestida y se queda esperando con ropa que luego se quita y tira cuando empieza a correr. Así que todo el mundo está allí con sus mejores galas: ese pantalón de chándal que ya no te pones ni cuando estás sólo en casa, ese jersey horroroso que te regaló el cabrón de tu cuñado, el chubasquero que te dieron hace 20 años en la visita a una fábrica de cemento… en fin, un desfile de Dior.
Ya pasan de las 9. Un último piset y salgo pitando hacia mi box de salida en la línea naranja, la que pasa por la izquierda del puente según miras hacia Manhattan. Llego un poco justo de tiempo. No sé por dónde me meto, pero el caso es que cuando nos detienen al inicio del puente no veo a casi nadie por delante. Sólo unas tías estupendas dando unas carreritas de calentamiento, ellas solas, mientras la tropa esperamos detrás. Miro a los lados y me veo rodeado de tipos delgadísimos, fibrados y con una pinta muy profesional. Me acojono un poco y empiezo a pensar que me he equivocado y me he colado sin querer donde no me corresponde. En estos pensamientos estoy cuando escucho por la potente megafonía a un tipo dando las gracias a los participantes, que somos cojonudos y todo eso. Miro a mi derecha y veo al alcalde de Nueva York con el micrófono en la mano. Acaba y una mujer con una voz impresionante comienza a entonar el himno americano. Juro que no soy ningún ferviente defensor del Imperio Americano ni nada parecido, pero en ese ambiente, con toda esa adrenalina en tu cuerpo, al lado de un tipo que mira al cielo con la mano en el corazón, y ese vozarrón de negra de góspel entrando por los oídos, casi lloro. Te saca del trance el estruendo de un cañón antiaéreo que anuncia la salida. Y la voz de Frank Sinatra lo invade todo a los acordes del New York, New York. Apoteósico. Un momento inolvidable. Unos segundos después me despierta de nuevo del sueño la sirena de un coche de policía. A mi izquierda pasan volando los negritos y el resto de la élite. Han salido unos metros por detrás, en la línea azul que corre por nuestra derecha. Impresionante verlos pasar flotando literalmente sobre el asfalto del puente. Hasta luego compañeros, os veo en un rato en Central Park.
La subida hasta la parte central del puente son casi dos kilómetros. La vista del skyline del sur de Manhattan es espectacular. Sopla viento moderado del noroeste, frío pero soportable. Aunque he salido bastante más fuerte de lo previsto, al principio me pasa un montón de gente. Pienso que es normal porque estaba situado por delante de mi grupo. Algunos se nota que son muy buenos y van por debajo de tres horas. Otros y otras no tanto, y se ve que van acelerados en el comienzo. En los puentes está prohibido que haya público por razones de seguridad. Después de la explosión inicial se va haciendo un silencio imponente. Durante los casi tres primeros kilómetros sólo escuchas las pisadas y la respiración de la gente. Pero en cuanto bajas del puente y enfilas la 4ª Avenida de Brooklyn… comienza el espectáculo. Una multitud a ambos lados, familias enteras con niños, bandas de rock cada milla, banderas, pancartas, gente que grita tu nombre impreso en la camiseta, en mi caso junto a una bandera española… un desmadre. Resultado: paso el kilómetro 5 en 22:27, dos minutos por debajo de lo previsto. Me estoy dejando llevar por la emoción, pienso. Tranquilo chaval, relájate o lo pasarás muy mal al final. Va a ser que no. Según vas subiendo por la avenida principal de Brooklyn va apareciendo cada vez más gente en las aceras, más gritos de ánimo, el Star me Up de los Rolling a todo volumen, un montón de hispanos en esta zona, además de italianos, que te jalean cuando ven la bandera española. Consecuencia: 45:19 en el kilómetro 10. Me parece una locura. Ni mis mejores previsiones pasaban por esto. Pero es muy difícil correr con la cabeza en un ambiente como este. Toda la calle es una auténtica fiesta. Además, los corredores aún van frescos y animan el cotarro. Voy levantando el brazo a todos los que me gritan por el nombre, algunos con un acento americano absolutamente cómico. Incluso algún Viva España de lo más patriótico.
En la milla 8 se juntan ya las tres líneas de corredores y enfilamos hacia la derecha Lafayette Avenue, en ligera subida hasta el kilómetro 15. Llego en 1:08:35, a un ritmo muy por encima del previsto. Voy 3 minutos por debajo de mi mejor previsión, y casi 7 por debajo de mi previsión más conservadora. Me encuentro bien, así que decido no pensarlo mucho y dejarme llevar con un cierto control.
Giramos a la izquierda por Bedford Avenue. Estamos en pleno corazón de Brooklyn. En mi opinión, exceptuando el tramo final de la Quinta Avenida y Central Park, esta es la parte más bonita de la carrera. La calle se estrecha bastante y sientes al público muy cerca a ambos lados del recorrido. Escucho a lo lejos los acordes del Gloria, de Van Morrison. La voz inigualable del León de Belfast me ha acompañado en muchos de mis días de entrenamiento. Desde sus canciones más cañeras y rítmicas en los entrenos más rápidos, hasta sus melodías más poéticas en los rodajes largos y lentos de los domingos. Me viene a la memoria una mañana de agosto en Estocolmo, amaneciendo en la isla de Djurgarden, escuchando mis pisadas en la grava y el Hymns to the Silence del maestro Morrison. Todo eso y mucho más tienes tiempo de recordar durante un maratón. Saludo con el pulgar en alto al Van Morrison de Brooklyn, y este me responde señalándome con su índice desde lo alto del escenario instalado en la acera, a la derecha de la calle. Gracias amigo, con esto tengo para un par más de kilómetros.
Ahora viene la anécdota tonta del día. Sobre el kilómetro 18 veo entre el público a dos chicas sosteniendo una ikurriña. Me emociono un poco y les grito ¡Aúpa Euskadi! Las tías empiezan a gritar y a saltar mientras buscan con la mirada al corredor que les ha gritado. Cuando me acerco veo que en el centro de la bandera hay un mapa con los siete territorios euskaldunes y la palabra Euskal-Herria. Las tías me localizan y al verme la camiseta con la banderita española van parando de saltar y gritar poco a poco, casi a cámara lenta, con cara de perplejidad. Cuando ya he pasado escucho a mi espalda que una de ellas me dice: ¿pero tú de qué vas, gracioso? Juro que no fue mi intención ofenderlas, pero esta pequeñas miserias de los nacionalismos domésticos se ven tan ridículas a 8000 kilómetros de casa que no pude reprimir la risa.
Entramos ahora en la parte más monótona del recorrido. Esta es la zona de los judíos hasídicos, de negro, con sus largas barbas y sus tirabuzones cayendo de las sienes. Como ya imaginareis, estos no animan ni ostias. Más bien al contrario, casi te parece que estás profanando Tierra Santa, corriendo por allí en pantalón corto y tirantes. Un sacrilegio. Sólo son unos minutos porque muy pronto estás atravesando el Pulaski Bridge que une Brooklyn y Queens. Justo al inicio del mismo pasamos la media maratón: 1:37:15. 3 minutos por debajo del tiempo que marqué en la maratón de Viena en Abril. Me asusto un poco, pero la verdad es que me encuentro bien. La temperatura es perfecta, sobre 12 grados, nublado y sin lluvia. Vamos pa’lante.
Los 4 kilómetros aproximadamente que discurren por Queens no tienen mucha historia. Hay gente, pero menos que en Brooklyn. La zona está un poco desangelada. Hay una parte que es una especie de polígono industrial, pero pronto enfilamos el Queens Boulevard que lleva directo a Manhattan atravesando el Queensboro Bridge. Aunque corremos por los carriles inferiores del puente, puedes ver a la izquierda el edificio de Naciones Unidas, el Empire State, el Chrysler Building… un espectáculo. Paso el kilómetro 25 en 1:56:27. Sigo más de dos minutos por debajo de mi mejor previsión. Tengo bastante margen para hacer un tiempo digno. Ya sólo falta saber si aguantaré el ritmo o me dará un yuyu al final. Aflojo un poco en la subida del puente para comerme una barrita energética. El puente es largo y, como en el resto, no hay público animando. Por eso el contraste es brutal al entrar en Manhattan. Tomas una curva cerrada hacia la izquierda, luego otra a la derecha y enfilas la Primera Avenida a la altura de la calle 59. Aquí ya te puedes volver loco. En la acera izquierda llega a haber hasta 8 filas de espectadores. El griterío es ensordecedor. Miles de personas agolpándose contra las vallas y animando a los corredores. Esta es la zona en la que la mayoría de los corredores de fuera de Nueva York quedan con sus familiares que se alojan en hoteles de Manhattan. Esto les permite volver a verlos pasar al final de la carrera, en la Quinta Avenida o en Central Park. Irene y Rosario me están esperando justo después de la curva, pero hay tantísima gente que no consigo verlas, aunque ellas a mi sí. Me quedo un poco decepcionado al cabo de un kilómetro, cuando ya sé que las he pasado. De todas formas, sigo corriendo por el lado izquierdo de la avenida, donde encuentras el ánimo de miles de desconocidos que te empujan a cada metro, en cada zancada. Esta es la zona donde, como se dice en el argot, empiezas a recoger cadáveres, donde se pagan las alegrías de los primeros kilómetros, donde espera el hombre del mazo. Aquí te encuentras el famoso muro que tan bien conocen todos los que se han enfrentado a un maratón. Yo comienzo a notar el cansancio, pero para mi sorpresa me mantengo en ritmos buenos de 4:40 o 4:45 el kilómetro. Empiezo a pensar que lo puedo conseguir!!!
Paso el kilómetro 30 en 2:20:03. Sigo dos minutos y medio por debajo de mi mejor previsión. Sé que voy a sufrir al final, pero, salvo catástrofe, tengo un margen importante. Va a merecer la pena la agonía de los últimos kilómetros. Tengo cerca bajar mi récord. A la altura de la calle 110 empieza a haber bastante menos gente en las aceras. Esto se compensa porque voy adelantando a muchos corredores, y eso también anima. Salimos de Manhattan hacia el Bronx atravesando el Willis Avenue Bridge. Justo delante de mi una chica se tropieza sola y cae al suelo. Casi me la como. Mientras le ayudo a incorporarse me dice que está bien y que siga. A la salida del puente una anciana de unos 80 años toca una gaita escocesa, allí sola, en medio de la nada, con sus ojitos cerrados. Imágenes de Nueva York. Lo siguiente no tiene desperdicio. Sobre el kilómetro 32 adelanté a un negro muy delgado y altísimo vestido de guerrero Masai. Pienso por un momento que es una alucinación fruto del sobresfuerzo. Por la tarde, descansando ya en el hotel, no estaba seguro de haberlo visto o si lo había imaginado. Hasta que el lunes vi su foto en el New York Times. Un grupo de celebrities americanas corren en favor de una fundación para la conservación de la reserva Masai Mara en Kenia. El tipo lleva todos sus abalorios indígenas y hasta su lanza de guerrero. Eso sí, calza unas zapatillas New Balance de puta madre. Mientras me alejo del keniata, lo imagino entrenando en las inmensas llanuras africanas, corriendo delante de un leona o un guepardo, mientras entona los cánticos de su tribu. Joder, lo que hace el cansancio.
Tras menos de dos kilómetros de recorrido por el Bronx, que tampoco es cosa de arriesgarse mucho, volvemos hacia Manhattan por el Madison Avenue Bridge. Justo antes me encuentro a un gallego que venía conmigo en el autobús. Es un chico de 26 años que corre su primera maratón. Me dice que va bien de pulsaciones pero que tiene una pierna bastante cargada. Vamos juntos hasta el kilómetro 34 y luego me dice que no puede seguir el ritmo y se queda. Enfilo la Quinta Avenida ya en dirección sur hacia la meta. Paso el kilómetro 35 en 2:44:53, casi un minuto y medio por debajo de mi mejor previsión. Voy perdiendo poco a poco el margen adquirido en los primeros 25 kilómetros. Ya me noto bastante fatigado. Sé que he bajado el ritmo, pero también es cierto que menos de lo que esperaba. Sé que, salvo lesión, voy a llegar en un buen tiempo para mí. Es un momento duro mentalmente, porque veo que estoy cerca de bajar mi marca pero no estoy seguro de si voy a ser capaz. Durante unos instantes dudo entre seguir tirando al límite de mis fuerzas o dejarme ir a un ritmo un poco más cómodo y menos agónico. Pienso que quedan siete kilómetros y me flojea un poco la cabeza. Estamos en pleno barrio de Harlem. Hay gente, pero tampoco demasiada. Bordeamos por la derecha una especie de plaza ajardinada a la altura de la calle 124. A mi lado va un americano bastante tocado mascullando: Fucking wall, fucking wall (jodida pared, para los no iniciados en la lengua de Shakespeare). Tiene toda la razón: a esta parte de la Quinta Avenida no suelen llegar paseando los turistas porque el tramo de los museos queda bastante más al Sur. Es una subida larga y pronunciada, de más de dos kilómetros, que cuando llevas casi tres horas corriendo te parece el Himalaya. Pero entonces se hace el milagro. Cuando ya no recuerdas el gentío que te animaba en los primeros kilómetros, vuelve a aparecer una marabunta de gente a ambos lados de la avenida. Como aquí no hay vallas la gente se mete dentro de la calzada y estrecha el paso de los corredores. Es una imagen que recuerda al Tour de Francia, con los espectadores jaleando a los ciclistas en la ascensión de los puertos míticos. Estoy muy jodido pero entro en una especie de analgesia general. Es algo difícil de explicar, pero que los que han corrido un maratón lo entienden perfectamente. Sabes que vas al límite pero durante un período de tiempo no te duele nada. Las endorfinas están trabajando en ese momento a pleno rendimiento para paliar el dolor. Si a eso le sumas un montón de desconocidos animando y gritando tu nombre la adrenalina se te sale por los ojos. Entras en un estado de excitación, en una suerte de euforia controlada que te impulsa un poco más lejos de los límites del cuerpo que tú conocías. Dura unos minutos, ni siquiera hasta el final de la carrera, pero lo suficiente para volver a creer en que lo vas a conseguir.
Entramos por la derecha a Central Park a la altura de la 86. Voy adelantando a mucha gente. Decido regular un poco hasta ver el cartel del kilómetro 40. Para mi sorpresa hay un montón de grupos de españoles. Trato de tirar un poco más fuerte porque sé que en este último tramo he perdido algo de tiempo. Entonces noto una contracción en la parte posterior de mi muslo derecho. Aflojo. Corrijo la zancada e intento estirar la pierna todo lo que puedo en cada paso. Entro en pánico por unos segundos. No me jodas, por favor, me faltan menos de tres kilómetros. Entonces empiezo a escuchar a alguien que grita mi nombre unos 40 o 50 metros por delante de donde estoy. Me sorprendo porque lo normal es que la gente te anime justo cuando pasas a su lado, cuando consiguen leer tu nombre en la camiseta. Lo localizo. Es un chico moreno de unos 35 años, español, con un barbour de color verde. Supongo que me ha visto pasar por otro punto del recorrido y me ha reconocido de lejos por la camiseta. Vamos, José Manuel, vamos, vamos, sí que puedes, claro que sí, vamos José Manuel, ya lo tienes, un poco más, vamos campeón… así durante unos segundos emocionantes y eternos hasta que me alejo y el griterío no me permite seguir oyendo sus gritos de apoyo. No sé explicar el porqué pero dejé de notar el dolor en el muslo. Me hubiera gustado poder darle las gracias al final de la carrera, porque en ese momento no pude ni levantar el brazo para saludarlo. Aunque creo que con la mirada se lo dije todo.
Kilómetro 40. Llevo 3 horas, 9 minutos y 18 segundos corriendo. Todavía 42 segundos por debajo de mi mejor previsión. Ahora sé que lo voy a conseguir, aunque cruce cojo la meta. Sólo me falta ver a mis princesas, pero creo que va a ser difícil porque hay muchísima gente. Ni siquiera sé si habrán conseguido encontrar un sitio en la zona que quedamos que me estarían esperando, en Central Park South. Llevan un par de banderitas brasileñas que conseguimos ayer, en honor a mi gata carioca, para que las pueda distinguir mejor entre el público. Paso el kilómetro 41 y salgo del parque girando a la derecha. ¡Dios, qué cantidad gente! La acera de la izquierda, en la que deberían estar, está abarrotada. No voy a conseguir verlas. De repente, a unos 50 metros, veo dos banderitas brasileñas saliendo entre las cabezas. ¡Ahí están! Me abro hacia la izquierda de la calle, con cuidado de no tropezar con nadie, para poder verlas mejor y mandarles un beso. Quiero pasar muy cerca. Ya casi estoy… ¡Ostia, no son ellas! Es una negrita, regordeta, gritando mucho y sonriendo. ¡Qué bajón, Dios mío! Ya no las veo, seguro. Creo que se me está cayendo una lágrima, aunque no estoy seguro que me quede algo de líquido en el cuerpo. Joder, qué pena, pero tengo que llegar. Levanto otra vez la vista del suelo. Buffff, queda más de lo que pensaba. La calle es más larga de lo que imaginaba. Todavía me deben faltar 400 metros hasta el giro de entrada de nuevo a Central Park. Me están entrando ganas de llorar otra vez. Para colmo, un tío se acaba de desplomar delante de mí. Intenta levantarse y se vuelve a caer mareado. Una chica de emergencias médicas le grita desde la acera que se no se mueva, mientras trata de acercarse. ¡Qué bajón, lo que faltaba! Es un shock ver algo así cuando estás llegando. Y de repente, el último milagro. Otras dos banderitas brasileñas. Me acerco un poco más. Son ellas¡¡¡¡¡¡ Rosario me ve de lejos y avisa gritando a Irene. Saltan y me animan como locas. Sólo me faltaba ese último aliento. Ahora ya puedo llegar, aún más feliz. Paso muy cerca de ellas, beso la gorra que me quitado unos minutos antes y se la lanzo. Giro a la derecha y entro en la recta final de Central Park. Ahora vuelo. El muslo se me vuelve a contraer, pero ya da igual. Entraré a gatas si hace falta. Ya veo la meta. Un americano rubio grandullón grita mi nombre por última vez: Come on, Jose Manuel, you did it!!!!
Se acabó. 3 horas, 19 minutos, 24 segundos. He bajado mi marca de Viena casi 4 minutos. Ni en mis mejores sueños lo imaginé. Cuando te paras después de ese tiempo corriendo hay un momento que pierdes un poco el equilibrio. Una chica me pone una medalla. Sigo andando despacio. Otra voluntaria médica me pregunta si estoy bien. Le contestó que mejor que nunca. Paso por el photo call y me hacen una foto: exhausto pero feliz. Sigo caminando. Me dan una bolsa con una toallita, agua, bebida energética, una manzana, frutos secos y una barrita de cereales. Una señora me pone una especie de plástico reflectante de color plata para evitar la hipotermia. Hay un silencio impresionante, sólo roto por aplausos de los voluntarios, un well done,boys, y algunos sollozos. Esta es una de las imágenes más potentes de la llegada que me han quedado en la retina: los corredores y corredoras caminando lentamente, como zombis, balanceándose un poco, en silencio, con el lado plata de los plásticos brillando bajo el sol, y de vez en cuando un sollozo, un gemido, un llanto ahogado. Detrás de muchas de estas personas hay una pequeña o gran historia, una promesa, un reto personal. Esta especie de trance sólo dura un par de minutos. En cuanto los corredores se recuperan un poco comienzan a hablar y se rompe esa especie de encantamiento. Me acerco a una señora que me ofrece un botellín de agua. Me paro a su lado y me dice que hace 17 años que colabora como voluntaria en la llegada del maratón, y que se sigue emocionando cada año como el primero. Al lado hay un hombre de unos 50 años sollozando. La mujer le pone la mano en el hombro derecho, se agacha y le pregunta si se encuentra bien. Me pareció entender que había perdido un hijo militar en acto de servicio hacía 9 meses. Sigo caminando. Llego hasta el camión donde me entregan mi bolsa. Salgo del parque a la altura de la calle 81. Encuentro un banco para ponerme ropa seca. Rosario ha pintado una camiseta para darle una sorpresa a Irene. Me la pongo y comienzo a bajar por Central Park West hasta la calle 63, donde he quedado con ellas. Tardo más de media hora en llegar. La gente me iba felicitando por la calle. Por un momento te crees que has ganado. Bueno, en realidad todos los que llegan han ganado.
Por fin llego. Allí están. Me ven cruzando la calle. Me abrazo a ellas. A Irene le ha encantado la camiseta de recuerdo que le hemos preparado. Les doy las gracias también a ellas por sus ánimos. Sobre todo a Rosario, por toda su paciencia y las muchas horas de espera mientras entrenaba para llegar aquí en condiciones. Os quiero mucho.
Pasaron 25 años y casualmente visité Nueva York en los días previos a la maratón. Me impresionó el ambiente y entonces decidí que algún día participaría… y allí estaría también mi hija Irene, para disfrutarlo como en su día lo hizo mi amigo Edorta. 5 años después he podido cumplir la promesa y he vivido una de esas experiencias irrepetibles que sabes que no olvidarás nunca.
La ciudad se vuelca cada año con un evento que en esta ocasión ha reunido a 43.000 corredores y ha generado un gasto directo e indirecto en torno a los 250 millones de dólares. Supongo que este es un buen motivo para no protestar por los cortes de tráfico, los restaurantes llenos y demás incomodidades que genera una prueba como esta.
La noche anterior al maratón dormí poco: en parte por el jet lag, en parte por los nervios, y sobre todo porque te recogen en el hotel a las 6 de la mañana. A las 7 ya estábamos en Fort Wadsworth, en Staten Island. Es una inmensa zona militar, justo a la derecha del puente de Verrazano, que habilitan ese día para alojar a los corredores durante las casi tres horas de espera, o más, que transcurren hasta el inicio de la carrera. Sin duda, esta es la parte más pesada del día. Al bajar del autobús llovía ligeramente y hacía bastante frío. Afortunadamente la lluvia cesó al cabo de unos minutos e hizo más llevadera la espera. Lo único que quieres en esos momentos es empezar a correr ya. Pero hay que esperar, y para pasar el tiempo vale cualquier cosa. Por ejemplo, sentarte en un bordillo y observar atentamente los movimientos previos a la carrera de Rafael Medina, Duque de Feria y Alfonso de Borbón, que no es Rey de Francia por culpa de Sarkozy, rodeados de un grupito de niños bien madrileños. Era gracioso porque llevaban unas pintas muy distintas a las que vemos regularmente en el Hola. Hay que explicar que en todo aquel inmenso recinto domina una estética homeless, de lo más tirado, como si se reunieran allí todos los vagabundos del estado de Nueva York. La explicación es sencilla: tienes que dejar la bolsa con tus efectos personales que te entregarán a la llegada casi una hora antes del inicio de maratón. Como hace bastante frío, la gente va vestida y se queda esperando con ropa que luego se quita y tira cuando empieza a correr. Así que todo el mundo está allí con sus mejores galas: ese pantalón de chándal que ya no te pones ni cuando estás sólo en casa, ese jersey horroroso que te regaló el cabrón de tu cuñado, el chubasquero que te dieron hace 20 años en la visita a una fábrica de cemento… en fin, un desfile de Dior.
Ya pasan de las 9. Un último piset y salgo pitando hacia mi box de salida en la línea naranja, la que pasa por la izquierda del puente según miras hacia Manhattan. Llego un poco justo de tiempo. No sé por dónde me meto, pero el caso es que cuando nos detienen al inicio del puente no veo a casi nadie por delante. Sólo unas tías estupendas dando unas carreritas de calentamiento, ellas solas, mientras la tropa esperamos detrás. Miro a los lados y me veo rodeado de tipos delgadísimos, fibrados y con una pinta muy profesional. Me acojono un poco y empiezo a pensar que me he equivocado y me he colado sin querer donde no me corresponde. En estos pensamientos estoy cuando escucho por la potente megafonía a un tipo dando las gracias a los participantes, que somos cojonudos y todo eso. Miro a mi derecha y veo al alcalde de Nueva York con el micrófono en la mano. Acaba y una mujer con una voz impresionante comienza a entonar el himno americano. Juro que no soy ningún ferviente defensor del Imperio Americano ni nada parecido, pero en ese ambiente, con toda esa adrenalina en tu cuerpo, al lado de un tipo que mira al cielo con la mano en el corazón, y ese vozarrón de negra de góspel entrando por los oídos, casi lloro. Te saca del trance el estruendo de un cañón antiaéreo que anuncia la salida. Y la voz de Frank Sinatra lo invade todo a los acordes del New York, New York. Apoteósico. Un momento inolvidable. Unos segundos después me despierta de nuevo del sueño la sirena de un coche de policía. A mi izquierda pasan volando los negritos y el resto de la élite. Han salido unos metros por detrás, en la línea azul que corre por nuestra derecha. Impresionante verlos pasar flotando literalmente sobre el asfalto del puente. Hasta luego compañeros, os veo en un rato en Central Park.
La subida hasta la parte central del puente son casi dos kilómetros. La vista del skyline del sur de Manhattan es espectacular. Sopla viento moderado del noroeste, frío pero soportable. Aunque he salido bastante más fuerte de lo previsto, al principio me pasa un montón de gente. Pienso que es normal porque estaba situado por delante de mi grupo. Algunos se nota que son muy buenos y van por debajo de tres horas. Otros y otras no tanto, y se ve que van acelerados en el comienzo. En los puentes está prohibido que haya público por razones de seguridad. Después de la explosión inicial se va haciendo un silencio imponente. Durante los casi tres primeros kilómetros sólo escuchas las pisadas y la respiración de la gente. Pero en cuanto bajas del puente y enfilas la 4ª Avenida de Brooklyn… comienza el espectáculo. Una multitud a ambos lados, familias enteras con niños, bandas de rock cada milla, banderas, pancartas, gente que grita tu nombre impreso en la camiseta, en mi caso junto a una bandera española… un desmadre. Resultado: paso el kilómetro 5 en 22:27, dos minutos por debajo de lo previsto. Me estoy dejando llevar por la emoción, pienso. Tranquilo chaval, relájate o lo pasarás muy mal al final. Va a ser que no. Según vas subiendo por la avenida principal de Brooklyn va apareciendo cada vez más gente en las aceras, más gritos de ánimo, el Star me Up de los Rolling a todo volumen, un montón de hispanos en esta zona, además de italianos, que te jalean cuando ven la bandera española. Consecuencia: 45:19 en el kilómetro 10. Me parece una locura. Ni mis mejores previsiones pasaban por esto. Pero es muy difícil correr con la cabeza en un ambiente como este. Toda la calle es una auténtica fiesta. Además, los corredores aún van frescos y animan el cotarro. Voy levantando el brazo a todos los que me gritan por el nombre, algunos con un acento americano absolutamente cómico. Incluso algún Viva España de lo más patriótico.
En la milla 8 se juntan ya las tres líneas de corredores y enfilamos hacia la derecha Lafayette Avenue, en ligera subida hasta el kilómetro 15. Llego en 1:08:35, a un ritmo muy por encima del previsto. Voy 3 minutos por debajo de mi mejor previsión, y casi 7 por debajo de mi previsión más conservadora. Me encuentro bien, así que decido no pensarlo mucho y dejarme llevar con un cierto control.
Giramos a la izquierda por Bedford Avenue. Estamos en pleno corazón de Brooklyn. En mi opinión, exceptuando el tramo final de la Quinta Avenida y Central Park, esta es la parte más bonita de la carrera. La calle se estrecha bastante y sientes al público muy cerca a ambos lados del recorrido. Escucho a lo lejos los acordes del Gloria, de Van Morrison. La voz inigualable del León de Belfast me ha acompañado en muchos de mis días de entrenamiento. Desde sus canciones más cañeras y rítmicas en los entrenos más rápidos, hasta sus melodías más poéticas en los rodajes largos y lentos de los domingos. Me viene a la memoria una mañana de agosto en Estocolmo, amaneciendo en la isla de Djurgarden, escuchando mis pisadas en la grava y el Hymns to the Silence del maestro Morrison. Todo eso y mucho más tienes tiempo de recordar durante un maratón. Saludo con el pulgar en alto al Van Morrison de Brooklyn, y este me responde señalándome con su índice desde lo alto del escenario instalado en la acera, a la derecha de la calle. Gracias amigo, con esto tengo para un par más de kilómetros.
Ahora viene la anécdota tonta del día. Sobre el kilómetro 18 veo entre el público a dos chicas sosteniendo una ikurriña. Me emociono un poco y les grito ¡Aúpa Euskadi! Las tías empiezan a gritar y a saltar mientras buscan con la mirada al corredor que les ha gritado. Cuando me acerco veo que en el centro de la bandera hay un mapa con los siete territorios euskaldunes y la palabra Euskal-Herria. Las tías me localizan y al verme la camiseta con la banderita española van parando de saltar y gritar poco a poco, casi a cámara lenta, con cara de perplejidad. Cuando ya he pasado escucho a mi espalda que una de ellas me dice: ¿pero tú de qué vas, gracioso? Juro que no fue mi intención ofenderlas, pero esta pequeñas miserias de los nacionalismos domésticos se ven tan ridículas a 8000 kilómetros de casa que no pude reprimir la risa.
Entramos ahora en la parte más monótona del recorrido. Esta es la zona de los judíos hasídicos, de negro, con sus largas barbas y sus tirabuzones cayendo de las sienes. Como ya imaginareis, estos no animan ni ostias. Más bien al contrario, casi te parece que estás profanando Tierra Santa, corriendo por allí en pantalón corto y tirantes. Un sacrilegio. Sólo son unos minutos porque muy pronto estás atravesando el Pulaski Bridge que une Brooklyn y Queens. Justo al inicio del mismo pasamos la media maratón: 1:37:15. 3 minutos por debajo del tiempo que marqué en la maratón de Viena en Abril. Me asusto un poco, pero la verdad es que me encuentro bien. La temperatura es perfecta, sobre 12 grados, nublado y sin lluvia. Vamos pa’lante.
Los 4 kilómetros aproximadamente que discurren por Queens no tienen mucha historia. Hay gente, pero menos que en Brooklyn. La zona está un poco desangelada. Hay una parte que es una especie de polígono industrial, pero pronto enfilamos el Queens Boulevard que lleva directo a Manhattan atravesando el Queensboro Bridge. Aunque corremos por los carriles inferiores del puente, puedes ver a la izquierda el edificio de Naciones Unidas, el Empire State, el Chrysler Building… un espectáculo. Paso el kilómetro 25 en 1:56:27. Sigo más de dos minutos por debajo de mi mejor previsión. Tengo bastante margen para hacer un tiempo digno. Ya sólo falta saber si aguantaré el ritmo o me dará un yuyu al final. Aflojo un poco en la subida del puente para comerme una barrita energética. El puente es largo y, como en el resto, no hay público animando. Por eso el contraste es brutal al entrar en Manhattan. Tomas una curva cerrada hacia la izquierda, luego otra a la derecha y enfilas la Primera Avenida a la altura de la calle 59. Aquí ya te puedes volver loco. En la acera izquierda llega a haber hasta 8 filas de espectadores. El griterío es ensordecedor. Miles de personas agolpándose contra las vallas y animando a los corredores. Esta es la zona en la que la mayoría de los corredores de fuera de Nueva York quedan con sus familiares que se alojan en hoteles de Manhattan. Esto les permite volver a verlos pasar al final de la carrera, en la Quinta Avenida o en Central Park. Irene y Rosario me están esperando justo después de la curva, pero hay tantísima gente que no consigo verlas, aunque ellas a mi sí. Me quedo un poco decepcionado al cabo de un kilómetro, cuando ya sé que las he pasado. De todas formas, sigo corriendo por el lado izquierdo de la avenida, donde encuentras el ánimo de miles de desconocidos que te empujan a cada metro, en cada zancada. Esta es la zona donde, como se dice en el argot, empiezas a recoger cadáveres, donde se pagan las alegrías de los primeros kilómetros, donde espera el hombre del mazo. Aquí te encuentras el famoso muro que tan bien conocen todos los que se han enfrentado a un maratón. Yo comienzo a notar el cansancio, pero para mi sorpresa me mantengo en ritmos buenos de 4:40 o 4:45 el kilómetro. Empiezo a pensar que lo puedo conseguir!!!
Paso el kilómetro 30 en 2:20:03. Sigo dos minutos y medio por debajo de mi mejor previsión. Sé que voy a sufrir al final, pero, salvo catástrofe, tengo un margen importante. Va a merecer la pena la agonía de los últimos kilómetros. Tengo cerca bajar mi récord. A la altura de la calle 110 empieza a haber bastante menos gente en las aceras. Esto se compensa porque voy adelantando a muchos corredores, y eso también anima. Salimos de Manhattan hacia el Bronx atravesando el Willis Avenue Bridge. Justo delante de mi una chica se tropieza sola y cae al suelo. Casi me la como. Mientras le ayudo a incorporarse me dice que está bien y que siga. A la salida del puente una anciana de unos 80 años toca una gaita escocesa, allí sola, en medio de la nada, con sus ojitos cerrados. Imágenes de Nueva York. Lo siguiente no tiene desperdicio. Sobre el kilómetro 32 adelanté a un negro muy delgado y altísimo vestido de guerrero Masai. Pienso por un momento que es una alucinación fruto del sobresfuerzo. Por la tarde, descansando ya en el hotel, no estaba seguro de haberlo visto o si lo había imaginado. Hasta que el lunes vi su foto en el New York Times. Un grupo de celebrities americanas corren en favor de una fundación para la conservación de la reserva Masai Mara en Kenia. El tipo lleva todos sus abalorios indígenas y hasta su lanza de guerrero. Eso sí, calza unas zapatillas New Balance de puta madre. Mientras me alejo del keniata, lo imagino entrenando en las inmensas llanuras africanas, corriendo delante de un leona o un guepardo, mientras entona los cánticos de su tribu. Joder, lo que hace el cansancio.
Tras menos de dos kilómetros de recorrido por el Bronx, que tampoco es cosa de arriesgarse mucho, volvemos hacia Manhattan por el Madison Avenue Bridge. Justo antes me encuentro a un gallego que venía conmigo en el autobús. Es un chico de 26 años que corre su primera maratón. Me dice que va bien de pulsaciones pero que tiene una pierna bastante cargada. Vamos juntos hasta el kilómetro 34 y luego me dice que no puede seguir el ritmo y se queda. Enfilo la Quinta Avenida ya en dirección sur hacia la meta. Paso el kilómetro 35 en 2:44:53, casi un minuto y medio por debajo de mi mejor previsión. Voy perdiendo poco a poco el margen adquirido en los primeros 25 kilómetros. Ya me noto bastante fatigado. Sé que he bajado el ritmo, pero también es cierto que menos de lo que esperaba. Sé que, salvo lesión, voy a llegar en un buen tiempo para mí. Es un momento duro mentalmente, porque veo que estoy cerca de bajar mi marca pero no estoy seguro de si voy a ser capaz. Durante unos instantes dudo entre seguir tirando al límite de mis fuerzas o dejarme ir a un ritmo un poco más cómodo y menos agónico. Pienso que quedan siete kilómetros y me flojea un poco la cabeza. Estamos en pleno barrio de Harlem. Hay gente, pero tampoco demasiada. Bordeamos por la derecha una especie de plaza ajardinada a la altura de la calle 124. A mi lado va un americano bastante tocado mascullando: Fucking wall, fucking wall (jodida pared, para los no iniciados en la lengua de Shakespeare). Tiene toda la razón: a esta parte de la Quinta Avenida no suelen llegar paseando los turistas porque el tramo de los museos queda bastante más al Sur. Es una subida larga y pronunciada, de más de dos kilómetros, que cuando llevas casi tres horas corriendo te parece el Himalaya. Pero entonces se hace el milagro. Cuando ya no recuerdas el gentío que te animaba en los primeros kilómetros, vuelve a aparecer una marabunta de gente a ambos lados de la avenida. Como aquí no hay vallas la gente se mete dentro de la calzada y estrecha el paso de los corredores. Es una imagen que recuerda al Tour de Francia, con los espectadores jaleando a los ciclistas en la ascensión de los puertos míticos. Estoy muy jodido pero entro en una especie de analgesia general. Es algo difícil de explicar, pero que los que han corrido un maratón lo entienden perfectamente. Sabes que vas al límite pero durante un período de tiempo no te duele nada. Las endorfinas están trabajando en ese momento a pleno rendimiento para paliar el dolor. Si a eso le sumas un montón de desconocidos animando y gritando tu nombre la adrenalina se te sale por los ojos. Entras en un estado de excitación, en una suerte de euforia controlada que te impulsa un poco más lejos de los límites del cuerpo que tú conocías. Dura unos minutos, ni siquiera hasta el final de la carrera, pero lo suficiente para volver a creer en que lo vas a conseguir.
Entramos por la derecha a Central Park a la altura de la 86. Voy adelantando a mucha gente. Decido regular un poco hasta ver el cartel del kilómetro 40. Para mi sorpresa hay un montón de grupos de españoles. Trato de tirar un poco más fuerte porque sé que en este último tramo he perdido algo de tiempo. Entonces noto una contracción en la parte posterior de mi muslo derecho. Aflojo. Corrijo la zancada e intento estirar la pierna todo lo que puedo en cada paso. Entro en pánico por unos segundos. No me jodas, por favor, me faltan menos de tres kilómetros. Entonces empiezo a escuchar a alguien que grita mi nombre unos 40 o 50 metros por delante de donde estoy. Me sorprendo porque lo normal es que la gente te anime justo cuando pasas a su lado, cuando consiguen leer tu nombre en la camiseta. Lo localizo. Es un chico moreno de unos 35 años, español, con un barbour de color verde. Supongo que me ha visto pasar por otro punto del recorrido y me ha reconocido de lejos por la camiseta. Vamos, José Manuel, vamos, vamos, sí que puedes, claro que sí, vamos José Manuel, ya lo tienes, un poco más, vamos campeón… así durante unos segundos emocionantes y eternos hasta que me alejo y el griterío no me permite seguir oyendo sus gritos de apoyo. No sé explicar el porqué pero dejé de notar el dolor en el muslo. Me hubiera gustado poder darle las gracias al final de la carrera, porque en ese momento no pude ni levantar el brazo para saludarlo. Aunque creo que con la mirada se lo dije todo.
Kilómetro 40. Llevo 3 horas, 9 minutos y 18 segundos corriendo. Todavía 42 segundos por debajo de mi mejor previsión. Ahora sé que lo voy a conseguir, aunque cruce cojo la meta. Sólo me falta ver a mis princesas, pero creo que va a ser difícil porque hay muchísima gente. Ni siquiera sé si habrán conseguido encontrar un sitio en la zona que quedamos que me estarían esperando, en Central Park South. Llevan un par de banderitas brasileñas que conseguimos ayer, en honor a mi gata carioca, para que las pueda distinguir mejor entre el público. Paso el kilómetro 41 y salgo del parque girando a la derecha. ¡Dios, qué cantidad gente! La acera de la izquierda, en la que deberían estar, está abarrotada. No voy a conseguir verlas. De repente, a unos 50 metros, veo dos banderitas brasileñas saliendo entre las cabezas. ¡Ahí están! Me abro hacia la izquierda de la calle, con cuidado de no tropezar con nadie, para poder verlas mejor y mandarles un beso. Quiero pasar muy cerca. Ya casi estoy… ¡Ostia, no son ellas! Es una negrita, regordeta, gritando mucho y sonriendo. ¡Qué bajón, Dios mío! Ya no las veo, seguro. Creo que se me está cayendo una lágrima, aunque no estoy seguro que me quede algo de líquido en el cuerpo. Joder, qué pena, pero tengo que llegar. Levanto otra vez la vista del suelo. Buffff, queda más de lo que pensaba. La calle es más larga de lo que imaginaba. Todavía me deben faltar 400 metros hasta el giro de entrada de nuevo a Central Park. Me están entrando ganas de llorar otra vez. Para colmo, un tío se acaba de desplomar delante de mí. Intenta levantarse y se vuelve a caer mareado. Una chica de emergencias médicas le grita desde la acera que se no se mueva, mientras trata de acercarse. ¡Qué bajón, lo que faltaba! Es un shock ver algo así cuando estás llegando. Y de repente, el último milagro. Otras dos banderitas brasileñas. Me acerco un poco más. Son ellas¡¡¡¡¡¡ Rosario me ve de lejos y avisa gritando a Irene. Saltan y me animan como locas. Sólo me faltaba ese último aliento. Ahora ya puedo llegar, aún más feliz. Paso muy cerca de ellas, beso la gorra que me quitado unos minutos antes y se la lanzo. Giro a la derecha y entro en la recta final de Central Park. Ahora vuelo. El muslo se me vuelve a contraer, pero ya da igual. Entraré a gatas si hace falta. Ya veo la meta. Un americano rubio grandullón grita mi nombre por última vez: Come on, Jose Manuel, you did it!!!!
Se acabó. 3 horas, 19 minutos, 24 segundos. He bajado mi marca de Viena casi 4 minutos. Ni en mis mejores sueños lo imaginé. Cuando te paras después de ese tiempo corriendo hay un momento que pierdes un poco el equilibrio. Una chica me pone una medalla. Sigo andando despacio. Otra voluntaria médica me pregunta si estoy bien. Le contestó que mejor que nunca. Paso por el photo call y me hacen una foto: exhausto pero feliz. Sigo caminando. Me dan una bolsa con una toallita, agua, bebida energética, una manzana, frutos secos y una barrita de cereales. Una señora me pone una especie de plástico reflectante de color plata para evitar la hipotermia. Hay un silencio impresionante, sólo roto por aplausos de los voluntarios, un well done,boys, y algunos sollozos. Esta es una de las imágenes más potentes de la llegada que me han quedado en la retina: los corredores y corredoras caminando lentamente, como zombis, balanceándose un poco, en silencio, con el lado plata de los plásticos brillando bajo el sol, y de vez en cuando un sollozo, un gemido, un llanto ahogado. Detrás de muchas de estas personas hay una pequeña o gran historia, una promesa, un reto personal. Esta especie de trance sólo dura un par de minutos. En cuanto los corredores se recuperan un poco comienzan a hablar y se rompe esa especie de encantamiento. Me acerco a una señora que me ofrece un botellín de agua. Me paro a su lado y me dice que hace 17 años que colabora como voluntaria en la llegada del maratón, y que se sigue emocionando cada año como el primero. Al lado hay un hombre de unos 50 años sollozando. La mujer le pone la mano en el hombro derecho, se agacha y le pregunta si se encuentra bien. Me pareció entender que había perdido un hijo militar en acto de servicio hacía 9 meses. Sigo caminando. Llego hasta el camión donde me entregan mi bolsa. Salgo del parque a la altura de la calle 81. Encuentro un banco para ponerme ropa seca. Rosario ha pintado una camiseta para darle una sorpresa a Irene. Me la pongo y comienzo a bajar por Central Park West hasta la calle 63, donde he quedado con ellas. Tardo más de media hora en llegar. La gente me iba felicitando por la calle. Por un momento te crees que has ganado. Bueno, en realidad todos los que llegan han ganado.
Por fin llego. Allí están. Me ven cruzando la calle. Me abrazo a ellas. A Irene le ha encantado la camiseta de recuerdo que le hemos preparado. Les doy las gracias también a ellas por sus ánimos. Sobre todo a Rosario, por toda su paciencia y las muchas horas de espera mientras entrenaba para llegar aquí en condiciones. Os quiero mucho.
lunes, 12 de enero de 2009
NÁPOLES, LA CIUDAD DE LOS MILAGROS
A los pies del Vesubio, frente a una de las bahías más bellas del mundo, Nápoles resiste. Desde los tiempos en que la cantaba Homero, la capital de la Campania ha protagonizado su particular odisea sobreviviendo a erupciones volcánicas, hambrunas y epidemias. Las sucesivas dominaciones griega, romana, bizantina, francesa y española convirtieron Nápoles en un mosaico cultural irrepetible. Ni el fascismo, ni los bombardeos de la Segunda Guerra Mundial, ni la corrupción urbanística, ni la violencia mafiosa han conseguido arruinar su impresionante patrimonio artístico, milagrosamente conservado.
Sin ser Roma, Florencia o Venecia, quien pretenda aquí deslumbrarse con iglesias, museos o palacios también lo conseguirá. Sin embargo, no es esa la esencia de Nápoles. Esa misma capacidad de resistencia permite que convivan en ella múltiples contradicciones. Es la ciudad pecadora que se emociona y reza dos veces al año ante la sangre licuada de San Genaro. Es la ciudad ruidosa y chabacana cuyo amor por la ópera no conoce clases sociales. Es la cuna de la canción popular italiana que también vio nacer a Enrico Caruso. Es el paraíso de las falsificaciones made in China en el que sobreviven maestros artesanos y anticuarios. Así es el alma de Nápoles, un lugar en el que se alternan de manera natural y asombrosa la pasión y la razón, el arte y la chapuza, el refinamiento y la vulgaridad.
La vitalidad de esta ciudad pulveriza los tópicos sobre la Italia meridional. Uno de ellos se refiere a su tráfico caótico. La realidad en color de hoy supera la ficción en blanco y negro de sus películas de los años 50. Superado el susto inicial al salir del aeropuerto, uno intuye la existencia de códigos secretos entre conductores, motoristas y peatones napolitanos que, San Genaro mediante, los protegen milagrosamente de un mayor número de accidentes. Un enjambre permanente de motorinos culebrea entre los coches en las principales calles sin que nadie se ponga nervioso, excepto el visitante poco avezado. Hay que relajarse y disfrutar, porque en Nápoles el museo-espectáculo está en la calle. Perderse en su casco histórico permite encontrar librerías antiguas con joyas que huelen a polvo y papel húmedo, obras de arte en las aceras con forma de belenes napolitanos, y luthiers trabajando en sus talleres a la vista de los viandantes. Todo en ello en medio de un bullicio electrizante que empequeñece otro de sus tópicos: los napolitanos no hablan, gritan. Eso sí, con un acento cantarín que lo hace divertido… hasta que necesitas descansar. Es el momento de uno de sus cafés. Si a uno le abruma el archifamoso Gambrinus, imaginando que en la misma silla pudo haberse sentado Gabrielle D’Annunzio u Oscar Wilde, mejor optar por cualquier terraza de la coqueta Piazza Bellini. Allí sentado, mientras observo la riada de gente que camina frente a mí, me sigo preguntando por qué en esta ciudad, pobre y cubierta por el manto invisible de la camorra, la gente sonríe tanto. Como no hallo la respuesta en este lugar pagano, acudo a uno santo: a escasos metros del tumulto de Vía Benedetto Croce, en el claustro del convento de Santa Clara se hace milagrosamente el silencio. Cierro los ojos y veo a Sofía Loren vestida de monja. Es el último milagro napolitano.
Sin ser Roma, Florencia o Venecia, quien pretenda aquí deslumbrarse con iglesias, museos o palacios también lo conseguirá. Sin embargo, no es esa la esencia de Nápoles. Esa misma capacidad de resistencia permite que convivan en ella múltiples contradicciones. Es la ciudad pecadora que se emociona y reza dos veces al año ante la sangre licuada de San Genaro. Es la ciudad ruidosa y chabacana cuyo amor por la ópera no conoce clases sociales. Es la cuna de la canción popular italiana que también vio nacer a Enrico Caruso. Es el paraíso de las falsificaciones made in China en el que sobreviven maestros artesanos y anticuarios. Así es el alma de Nápoles, un lugar en el que se alternan de manera natural y asombrosa la pasión y la razón, el arte y la chapuza, el refinamiento y la vulgaridad.
La vitalidad de esta ciudad pulveriza los tópicos sobre la Italia meridional. Uno de ellos se refiere a su tráfico caótico. La realidad en color de hoy supera la ficción en blanco y negro de sus películas de los años 50. Superado el susto inicial al salir del aeropuerto, uno intuye la existencia de códigos secretos entre conductores, motoristas y peatones napolitanos que, San Genaro mediante, los protegen milagrosamente de un mayor número de accidentes. Un enjambre permanente de motorinos culebrea entre los coches en las principales calles sin que nadie se ponga nervioso, excepto el visitante poco avezado. Hay que relajarse y disfrutar, porque en Nápoles el museo-espectáculo está en la calle. Perderse en su casco histórico permite encontrar librerías antiguas con joyas que huelen a polvo y papel húmedo, obras de arte en las aceras con forma de belenes napolitanos, y luthiers trabajando en sus talleres a la vista de los viandantes. Todo en ello en medio de un bullicio electrizante que empequeñece otro de sus tópicos: los napolitanos no hablan, gritan. Eso sí, con un acento cantarín que lo hace divertido… hasta que necesitas descansar. Es el momento de uno de sus cafés. Si a uno le abruma el archifamoso Gambrinus, imaginando que en la misma silla pudo haberse sentado Gabrielle D’Annunzio u Oscar Wilde, mejor optar por cualquier terraza de la coqueta Piazza Bellini. Allí sentado, mientras observo la riada de gente que camina frente a mí, me sigo preguntando por qué en esta ciudad, pobre y cubierta por el manto invisible de la camorra, la gente sonríe tanto. Como no hallo la respuesta en este lugar pagano, acudo a uno santo: a escasos metros del tumulto de Vía Benedetto Croce, en el claustro del convento de Santa Clara se hace milagrosamente el silencio. Cierro los ojos y veo a Sofía Loren vestida de monja. Es el último milagro napolitano.
ANTE LA TUMBA DE STEFAN ZWEIG
ANTE LA TUMBA DE STEFAN ZWEIG
A miles de kilómetros de distancia, leí en la edición digital de Diario de Mallorca la noticia sobre la quema en Palma de una bandera española por unos encapuchados, y las posteriores declaraciones de un individuo, que vive de un sueldo público, hablando de telas, trapos y libertad de expresión. Tras esto, se hizo un estruendoso silencio, casi unánime, de partidos políticos, sindicatos, opinión pública y sociedad civil en general. Sólo en los foros de internet el asunto ha provocado indignación y también unos cuantos exabruptos. Imagino que la razón de tanta pasividad es quitarle hierro a un acto aislado provocado por un par de jóvenes exaltados. Es fascinante la capacidad humana para olvidar y no aprender de los errores del pasado.
Todas las manifestaciones de violencia intimidatoria basadas en motivos políticos siguen un mismo patrón desde hace décadas. Los profesionales del odio y la intolerancia actúan igual en todo el mundo. En nuestro caso, tenemos un ejemplo doloroso y cercano. El independentismo radical vasco ha conseguido desarrollar durante los últimos treinta años un modelo casi perfecto de amedrentamiento de toda una sociedad por parte de una minoría. La violencia se va administrando en dosis progresivas para no traspasar el umbral de paciencia de la mayoría, muy superior numéricamente, pero cada día más aletargada ante la barbarie de unos pocos. Lo viví hace veinte años, pero tengo el recuerdo muy fresco. Como los agoreros siempre han estado mal vistos, terminaba calando aquello de Jarrai como “la juventud vasca alegre y combativa”. Utilizar a los asociaciones de estudiantes como tropa de asalto es un invento viejo. Se les ocurrió a los líderes del partido nacional-alemán a finales del XIX, y tan brillante idea inspiró años después las camisas negras de Hitler. Los jóvenes universitarios de Ikasle Abertzaleak reventaban las fiestas y decidían por el resto cuándo había algo que celebrar. También muchos rieron el ingenio de Arzalluz cuando convirtió a los patriotas descarriados en “los chicos de la gasolina”. Todo se explicaba por el carácter rebelde de la juventud y era una expresión más del “conflicto”. Hasta que un día, el tránsito desde la quema de contenedores hacia el tiro en la nuca dejó de ser excepcional.
Ese tipo de violencia, por definición, nunca es puntual, sino expansiva. Como existen diferentes niveles de tolerancia a la misma, así también se van modulando la gravedad y la intensidad de los actos y expresiones violentas. Pero siempre con la idea de ir generando una inmensa zona tumefacta en el cuerpo social, en la que cada vez se pueda golpear con más fuerza y la respuesta sea menor. Se va asentando así entre nosotros una idea de violencia política tolerable, asumible, propia de una democracia avanzada, madura, tan consolidada que nunca se podrá ver amenazada por una minoría. Y así van pasando los días, sin alterarnos demasiado, entre conferencias universitarias reventadas, quema de fotos del Jefe del Estado, amenazas a periodistas, profesores y escritores, gritos de !Muerte al Borbón!, y quema de banderas. De momento, estos actos provienen de la extrema izquierda y del nacionalismo independentista. Si perseveran ante la pasividad de la mayoría, no tardaremos en escuchar al otro lado los de !Arriba España! y !Rojos al paredón!. Todo amparado por la sacrosanta libertad de expresión y la fortaleza magnánima de nuestra democracia. Algunos, por cobardía, ignorancia o ambas cosas, tratan de presentar todo esto como un debate entre monarquía y república, o entre el nacionalismo español y el catalán. Nada más lejos de la realidad. Lo que está en juego es el sistema de convivencia que nos hemos dado la inmensa mayoría. La única defensa del mismo está en la Ley y en la nula tolerancia ante los intolerantes, desde el primer momento y ante el primer ataque. Sólo así se puede evitar el debilitamiento moral, la indiferencia y la progresiva desaparición de una conciencia cívica capaz de enfrentar el fanatismo intimidador de unos pocos. Exactamente lo que ha sucedido en el País Vasco.
Toda esta reflexión les podrá parecer a algunos, o a muchos, exagerada o demasiado pesimista. Hace unos días visité la tumba de Stefan Zweig en Petrópolis. Allí, en Brasil, vivió sus últimos cinco meses este judío cosmopolita que dedicó su vida y su obra a la defensa a ultranza de la libertad interior, y a la construcción de una conciencia política y cultural europea. Y allí concluyó su ensayo autobiográfico “El mundo de ayer. Memorias de un europeo”. En él se reprocha a sí mismo no haber reparado a tiempo en su juventud en los peligrosos cambios que se avecinaban, convencido que el grado de cultura y civilización que habían alcanzado Austria y Europa frenaría por sí solo el avance de un grupúsculo de nacionalistas fanáticos. Se suicidó el 22 de febrero de 1942. Antes dejó escrito:”No veíamos las señales de fuego en la pared: sentados a la mesa como antaño el rey Baltasar, saboreábamos, despreocupados y sin temer al futuro, los exquisitos manjares del arte. Y tan sólo varias décadas más tarde, cuando las paredes y el techo se desplomaron sobre nuestras cabezas, reconocimos que los fundamentos habían quedado socavados ya hacía tiempo y que, con el nuevo siglo, simultáneamente había empezado en Europa el ocaso de la libertad individual”.
A miles de kilómetros de distancia, leí en la edición digital de Diario de Mallorca la noticia sobre la quema en Palma de una bandera española por unos encapuchados, y las posteriores declaraciones de un individuo, que vive de un sueldo público, hablando de telas, trapos y libertad de expresión. Tras esto, se hizo un estruendoso silencio, casi unánime, de partidos políticos, sindicatos, opinión pública y sociedad civil en general. Sólo en los foros de internet el asunto ha provocado indignación y también unos cuantos exabruptos. Imagino que la razón de tanta pasividad es quitarle hierro a un acto aislado provocado por un par de jóvenes exaltados. Es fascinante la capacidad humana para olvidar y no aprender de los errores del pasado.
Todas las manifestaciones de violencia intimidatoria basadas en motivos políticos siguen un mismo patrón desde hace décadas. Los profesionales del odio y la intolerancia actúan igual en todo el mundo. En nuestro caso, tenemos un ejemplo doloroso y cercano. El independentismo radical vasco ha conseguido desarrollar durante los últimos treinta años un modelo casi perfecto de amedrentamiento de toda una sociedad por parte de una minoría. La violencia se va administrando en dosis progresivas para no traspasar el umbral de paciencia de la mayoría, muy superior numéricamente, pero cada día más aletargada ante la barbarie de unos pocos. Lo viví hace veinte años, pero tengo el recuerdo muy fresco. Como los agoreros siempre han estado mal vistos, terminaba calando aquello de Jarrai como “la juventud vasca alegre y combativa”. Utilizar a los asociaciones de estudiantes como tropa de asalto es un invento viejo. Se les ocurrió a los líderes del partido nacional-alemán a finales del XIX, y tan brillante idea inspiró años después las camisas negras de Hitler. Los jóvenes universitarios de Ikasle Abertzaleak reventaban las fiestas y decidían por el resto cuándo había algo que celebrar. También muchos rieron el ingenio de Arzalluz cuando convirtió a los patriotas descarriados en “los chicos de la gasolina”. Todo se explicaba por el carácter rebelde de la juventud y era una expresión más del “conflicto”. Hasta que un día, el tránsito desde la quema de contenedores hacia el tiro en la nuca dejó de ser excepcional.
Ese tipo de violencia, por definición, nunca es puntual, sino expansiva. Como existen diferentes niveles de tolerancia a la misma, así también se van modulando la gravedad y la intensidad de los actos y expresiones violentas. Pero siempre con la idea de ir generando una inmensa zona tumefacta en el cuerpo social, en la que cada vez se pueda golpear con más fuerza y la respuesta sea menor. Se va asentando así entre nosotros una idea de violencia política tolerable, asumible, propia de una democracia avanzada, madura, tan consolidada que nunca se podrá ver amenazada por una minoría. Y así van pasando los días, sin alterarnos demasiado, entre conferencias universitarias reventadas, quema de fotos del Jefe del Estado, amenazas a periodistas, profesores y escritores, gritos de !Muerte al Borbón!, y quema de banderas. De momento, estos actos provienen de la extrema izquierda y del nacionalismo independentista. Si perseveran ante la pasividad de la mayoría, no tardaremos en escuchar al otro lado los de !Arriba España! y !Rojos al paredón!. Todo amparado por la sacrosanta libertad de expresión y la fortaleza magnánima de nuestra democracia. Algunos, por cobardía, ignorancia o ambas cosas, tratan de presentar todo esto como un debate entre monarquía y república, o entre el nacionalismo español y el catalán. Nada más lejos de la realidad. Lo que está en juego es el sistema de convivencia que nos hemos dado la inmensa mayoría. La única defensa del mismo está en la Ley y en la nula tolerancia ante los intolerantes, desde el primer momento y ante el primer ataque. Sólo así se puede evitar el debilitamiento moral, la indiferencia y la progresiva desaparición de una conciencia cívica capaz de enfrentar el fanatismo intimidador de unos pocos. Exactamente lo que ha sucedido en el País Vasco.
Toda esta reflexión les podrá parecer a algunos, o a muchos, exagerada o demasiado pesimista. Hace unos días visité la tumba de Stefan Zweig en Petrópolis. Allí, en Brasil, vivió sus últimos cinco meses este judío cosmopolita que dedicó su vida y su obra a la defensa a ultranza de la libertad interior, y a la construcción de una conciencia política y cultural europea. Y allí concluyó su ensayo autobiográfico “El mundo de ayer. Memorias de un europeo”. En él se reprocha a sí mismo no haber reparado a tiempo en su juventud en los peligrosos cambios que se avecinaban, convencido que el grado de cultura y civilización que habían alcanzado Austria y Europa frenaría por sí solo el avance de un grupúsculo de nacionalistas fanáticos. Se suicidó el 22 de febrero de 1942. Antes dejó escrito:”No veíamos las señales de fuego en la pared: sentados a la mesa como antaño el rey Baltasar, saboreábamos, despreocupados y sin temer al futuro, los exquisitos manjares del arte. Y tan sólo varias décadas más tarde, cuando las paredes y el techo se desplomaron sobre nuestras cabezas, reconocimos que los fundamentos habían quedado socavados ya hacía tiempo y que, con el nuevo siglo, simultáneamente había empezado en Europa el ocaso de la libertad individual”.
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