lunes, 12 de enero de 2009

NÁPOLES, LA CIUDAD DE LOS MILAGROS

A los pies del Vesubio, frente a una de las bahías más bellas del mundo, Nápoles resiste. Desde los tiempos en que la cantaba Homero, la capital de la Campania ha protagonizado su particular odisea sobreviviendo a erupciones volcánicas, hambrunas y epidemias. Las sucesivas dominaciones griega, romana, bizantina, francesa y española convirtieron Nápoles en un mosaico cultural irrepetible. Ni el fascismo, ni los bombardeos de la Segunda Guerra Mundial, ni la corrupción urbanística, ni la violencia mafiosa han conseguido arruinar su impresionante patrimonio artístico, milagrosamente conservado.

Sin ser Roma, Florencia o Venecia, quien pretenda aquí deslumbrarse con iglesias, museos o palacios también lo conseguirá. Sin embargo, no es esa la esencia de Nápoles. Esa misma capacidad de resistencia permite que convivan en ella múltiples contradicciones. Es la ciudad pecadora que se emociona y reza dos veces al año ante la sangre licuada de San Genaro. Es la ciudad ruidosa y chabacana cuyo amor por la ópera no conoce clases sociales. Es la cuna de la canción popular italiana que también vio nacer a Enrico Caruso. Es el paraíso de las falsificaciones made in China en el que sobreviven maestros artesanos y anticuarios. Así es el alma de Nápoles, un lugar en el que se alternan de manera natural y asombrosa la pasión y la razón, el arte y la chapuza, el refinamiento y la vulgaridad.

La vitalidad de esta ciudad pulveriza los tópicos sobre la Italia meridional. Uno de ellos se refiere a su tráfico caótico. La realidad en color de hoy supera la ficción en blanco y negro de sus películas de los años 50. Superado el susto inicial al salir del aeropuerto, uno intuye la existencia de códigos secretos entre conductores, motoristas y peatones napolitanos que, San Genaro mediante, los protegen milagrosamente de un mayor número de accidentes. Un enjambre permanente de motorinos culebrea entre los coches en las principales calles sin que nadie se ponga nervioso, excepto el visitante poco avezado. Hay que relajarse y disfrutar, porque en Nápoles el museo-espectáculo está en la calle. Perderse en su casco histórico permite encontrar librerías antiguas con joyas que huelen a polvo y papel húmedo, obras de arte en las aceras con forma de belenes napolitanos, y luthiers trabajando en sus talleres a la vista de los viandantes. Todo en ello en medio de un bullicio electrizante que empequeñece otro de sus tópicos: los napolitanos no hablan, gritan. Eso sí, con un acento cantarín que lo hace divertido… hasta que necesitas descansar. Es el momento de uno de sus cafés. Si a uno le abruma el archifamoso Gambrinus, imaginando que en la misma silla pudo haberse sentado Gabrielle D’Annunzio u Oscar Wilde, mejor optar por cualquier terraza de la coqueta Piazza Bellini. Allí sentado, mientras observo la riada de gente que camina frente a mí, me sigo preguntando por qué en esta ciudad, pobre y cubierta por el manto invisible de la camorra, la gente sonríe tanto. Como no hallo la respuesta en este lugar pagano, acudo a uno santo: a escasos metros del tumulto de Vía Benedetto Croce, en el claustro del convento de Santa Clara se hace milagrosamente el silencio. Cierro los ojos y veo a Sofía Loren vestida de monja. Es el último milagro napolitano.

1 comentario:

  1. Leer este articulo fue como pasear por Napoles, oir su musica, oler sus aromas. Gracias por esa bella experiencia

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