lunes, 30 de noviembre de 2009

Mi amigo Iagoba

Iagoba Bermeosolo nació en Gernika. Sus ocho primeros apellidos son vascos y el euskera es su lengua materna. Se crió en una familia profundamente nacionalista, de las que se partieron cuando se produjo la escisión entre el PNV y EA. Tardaron años en recomponer los trozos. Lo conocí a principios de los ochenta, cuando vino a estudiar a mi colegio en Vitoria. El azar y el orden alfabético nos juntaron en los pupitres durante siete años, en ese período de la vida tan propenso a las pasiones y a los deslumbramientos excesivos. Descubrimos juntos a Hesse y a Camus, a Machado y a Lorca, a Borges y a Cortázar. Fuimos carne de filmoteca, disfrutando o bostezando con Tarkovski y Rohmer, según la tarde. Compartimos también otras andanzas menos culturales y más inconfesables. Me levantó alguna novia y yo traté de vengarme, la verdad es que sin mucho éxito. Le perdoné porque su madre hace la mejor tarta de moka del mundo. Tiene alergia al Real Madrid, pero ni eso, ni la política, ni más tarde la distancia física, consiguieron separarnos del todo. Somos amigos desde hace veinticinco años, y ese sentimiento mutuo hace que, cuando volvemos a encontrarnos, olvidemos al instante los largos períodos de silencio con los que nos castigamos involuntariamente.
Pero mi amistad no se alimenta sólo de la nostalgia, la antigua camaradería y los buenos recuerdos de la juventud perdida, sino de la profunda admiración que siempre he sentido por él. Hace unos años, la víspera de una huelga general en el País Vasco, Iagoba se presentó en el cuartel de la Ertzaintza más cercano al local de su pequeña empresa para explicarles que quería trabajar con normalidad y preguntar qué pensaban hacer para proteger su negocio. Me contaba que la indiferencia y la sonrisa irónica del agente que le atendió le provocaron mucho más miedo que la posibilidad de un coctel molotov contra su negocio al día siguiente. Iagoba representa como nadie la conciencia cívica de una minoría que se rebela, no sólo contra la violencia terrorista, sino contra el silencio de la mayoría, cómplice o cobarde, que para el caso es lo mismo. Iagoba lleva el nacionalismo en sus genes, no en un pin en la solapa. Por eso, cuando envió una carta al Deia, el periódico oficial del nacionalismo vasco, defendiendo la libertad de los que no piensan como él y declarándose avergonzado de vivir en semejante país, su opinión escoció tanto que al día siguiente un periodista del régimen trató de ridiculizarlo en su columna semanal por haber desarrollado en su escrito la siguiente idea “bárbara”: primero las personas, luego la política.
Nos separa un mundo en cuanto a ideología, pero su llamada fue la primera que recibí el día que asesinaron a un amigo de mi familia, o cuando volaron por los aires a un político socialista a escasos metros del domicilio de mis padres. Esa empatía de alguien que se ha educado y vive en un entorno tan distinto al mío es la que me permite mantener la esperanza y negar con tozudez cuando escucho que no hay solución. Frente a la comodidad de una mayoría silente, Iagoba ha optado siempre por el compromiso moral con unos valores que van mucho más allá de la patria, la lengua o la bandera, y por denunciar la responsabilidad de quienes debían haber liderado una rebelión cívica frente a la barbarie y no lo han hecho, poniendo por delante unas ideas políticas que, paradójicamente, son las que él en gran medida comparte. Por eso su postura es doblemente valiosa e irreprochable, porque no se le podrá acusar nunca de ventajista.
Aunque su ejemplo cotidiano de dignidad y valentía en el centro de la zona cero borroka rebasa con creces el mínimo exigible, este euskaldún sin complejos, que nunca ha sentido el peso de la boina ni se ha contemplado el ombligo, se ha superado a sí mismo. Iagoba Bermeosolo acaba de publicar su primera novela, “La Fonda” (Editorial Alhulia), un precioso librito lleno de ternura y optimismo, una historia de tolerancia y respeto hacia los que no piensan como nosotros que transcurre en Kániger, un pequeño pueblo soriano que recibe la visita de incógnito de Federico García Lorca en los días previos al inicio de la Guerra Civil. No encontrarán aquí una crónica de buenos y malos, ni un ajuste de cuentas con la historia, sino un relato de personas con ideas dispares que comparten esperanzas y miedos, tratando de reconocer los valores del otro. “La Fonda” es un libro ejemplar, no sólo por el mensaje y los valores que transmite, sino por la condición y las circunstancias de quien lo escribe. Es una auténtica hoja de ruta dictada por su autor, primero con sus actos y ahora con las palabras.
Muchas veces Iagoba me hablaba de la necesidad de evadirse de la atmósfera asfixiante, híper-politizada del País Vasco. Lo que celebro es que lo haya hecho a través de la literatura, un modo que nos permite a los demás disfrutar de su bonhomía y su inteligencia. Es evidente que no soy, ni puedo, ni pretendo ser objetivo, pero el mundo sería un lugar mucho más habitable si abundaran los tipos como él.

4 comentarios:

  1. Amigo José Manuel. Me ha emocionado tu apología de la tolerancia y tu defensa de la amistad. Como el gran Benedetti tan bien diseñó, defendamos la alegría de vivir por encima de todo.
    Amigo Barquero, mi respeto, mi aprecio y mi cariño.
    FRANCIS.-

    ResponderEliminar
  2. Gracias Francis. Comentaba el otro día con rosario que es un regalo de la vida conocer amigos como vosotros.

    ResponderEliminar
  3. No te hagas el vago y el remolón y cuelga algo de tu batiburrillo tan especial, que he convertido en adicto compulsivo... Besos y abrazos para tu Rosario

    ResponderEliminar
  4. Estupendo relato, desgarrador testimonio, gran estilo y profundo sentimiento de amistad... Fantastico.

    ResponderEliminar