martes, 18 de octubre de 2011

CHICAGO, ÚLTIMA ESTACIÓN

Mi teléfono móvil sonó en mitad de uno de los salones del Hofburg, el Palacio Imperial de Viena, mientras Irene admiraba con su carita de niña alucinada la colección de joyas de la emperatriz Sissi. Era el 20 de abril de 2009, sobre las once de la mañana, y me llamaba mi amigo Eduardo Linares para felicitarme porque el día anterior había completado en esa ciudad mi primer maratón internacional, y por primera vez por debajo de las tres horas y media. Los dos anteriores, en Palma, los había corrido con él, así que era mi padre espiritual en esto de las carreras de fondo el que celebraba mi “emancipación”. No contento con ello, añadió una nueva provocación: él ya estaba inscrito para el próximo maratón de Nueva York en noviembre, y me proponía que lo acompañara. Al final hizo de Capitán Araña, porque él no pudo ir a correr a la Gran Manzana, y yo sí. Y allí me enteré de qué era aquello de los cinco Majors, las cinco carreras más importantes del mundo para los maratonianos. El bueno de Luis Hita, responsable de Marathinez, la mejor agencia en España especializada en estos viajes, me explicó cómo se habían asociado las organizaciones de los maratones de Nueva York, Boston, Chicago, Londres y Berlín, para crear una marca que englobara las cinco mejores carreras del mundo. También me enteré de lo difícil que era conseguir el dorsal para algunas de ellas, en especial Nueva York, Londres y Boston. Seis meses después de correr en Viena ya le había dado el mordisco a la Gran Manzana, y me hacía ilusión ir pensando en hacer poco a poco las otras cuatro.

El reto, o la locura, de hacerlas seguidas, es decir, en menos de dos años, empezó a gestarse al bajar del avión que nos traía de Nueva York a Madrid. Luis ya me había comentado lo complicada que era la inscripción para Londres. Es un evento deportivo pensado por y para los británicos, y orientado básicamente a recaudar fondos para las charities, organizaciones que obligan a pagar un auténtico dineral a los participantes para contribuir con causas benéficas. Los dorsales disponibles para extranjeros son muy escasos y hay tortas para conseguirlos. A falta de seis meses para el maratón, Marathinez ya los tenía adjudicados hacía tiempo. Pero mientras esperábamos el equipaje en la cinta de Barajas, Luis me confirma que le ha quedado uno disponible y me lo ofrece. Le digo de inmediato que cuente conmigo, y entonces, en el avión de Madrid a Palma, consciente del golpe de suerte que acabo de tener, me planteo medio en broma la posibilidad de hacer los cinco Majors seguidos. Era el 5 de Noviembre de 2009. El 9 de Octubre de 2011, 23 meses y una semana después de cruzar la meta en el Central Park de Manhattan, la broma dejó de serlo y se convirtió en realidad.

En abril de 2010 corrí el maratón de Londres. En septiembre de ese año volé, a mi modesto nivel, por las calles de Berlín. Poco después, en abril de 2011, recorrí los 42 kilómetros que separan el pueblo de Hopkington del centro de Boston, y el 9 de octubre crucé la meta del Grant Park en Chicago. Lo acabo de escribir en cuatro líneas, pero los que se han enfrentado alguna vez al reto de correr larga distancia saben los miles de kilómetros que hay detrás de esto, las suelas desgastadas de decenas de pares de zapatillas, el sacrificio y las privaciones de otras muchas cosas que también nos gustan a los que corremos, o al menos a mí: pasar más tiempo con los amigos, ir al cine, leer, beber cervezas y gintonics, comer chuletones, dormir hasta tarde los fines de semana, etc.

Chicago era el último para completar este reto personal. Me gusta pensar que casi todo tiene un sentido en la vida. Quizá por eso tuvo que ser el final tan dramático, tan agónico, tan sufrido, tan doloroso. La ciudad es fantástica, el recorrido totalmente llano, el ambiente espectacular, y la organización excelente. Es un evento muy yanki en el mejor sentido de la expresión, y el público se vuelca con los participantes.

Llegué muy bien de forma, sin problemas físicos de importancia, descansado y animado para correr. No tenía la intención de mejorar mi marca. Salía sin presión y a disfrutar de la carrera. El día antes del maratón salí a rodar muy pronto media hora por la orilla del Lago Michigan. Me encontré fenomenal, y lo único que me preocupaba era el calor que podía hacer al día siguiente en la parte final de la carrera.

En Nueva York, Londres y Boston, las horas previas al maratón son bastante engorrosas. Hay que levantarse muy pronto para llegar hasta la salida por las restricciones del tráfico, y esperar un buen rato, a veces con frío o lluvia, a empezar a correr. No es lo más aconsejable antes de una paliza como la que te espera, pero es parte de la liturgia de estas carreras tan grandes. En Berlín y Chicago, si te alojas en un hotel cercano a la salida, todo es mucho más cómodo, y así fue en este caso. Salimos del hotel a las 6:30 de la mañana, solo una hora antes del inicio del maratón. Aunque estábamos a poco más de un kilómetro de la salida en el Millenium Park, nos acercaron en un minibus. Sinceramente, nunca había estado tan tranquilo y relajado antes de un maratón, ni con tanta confianza y tantas ganas de correr y disfrutar. Nada más llegar al corral A de la salida, me encuentro a mi amigo Alfredo Mus, el otro mallorquín a punto de culminar también la gesta de los Majors. Por primera vez en uno de estos grandes maratones no dejé nada en el guardarropa para cambiarme después de la carrera, ni tampoco un móvil, porque el hotel estaba cerca, no haría frío, y habíamos quedado con Cristina y con Cati, la mujer de Alfredo, cerca de la meta.

Himno americano y enseguida el pistoletazo a las 7:30 en punto. Salgo muy bien, cómodo y sin agobios. La avenida, Columbus Drive, es muy amplia y en este primer cajón sólo estamos 1500 de los 44000 participantes. No hay empujones, ni tropezones, ni cambios bruscos de ritmo para buscar la mejor zona para correr. La temperatura es buena, sobre quince grados, y sopla un poco de brisa a la espalda, desde el sur. He decidido no controlar el tiempo cada kilómetro, sino cada cinco, para no agobiarme demasiado con el ritmo. En el primer kilometro nos metemos en un túnel bastante largo que hace que se pierda la señal de GPS en el reloj Garmin. Por eso tengo que ir corriendo un poco a ojo al principio, hasta que llegamos al kilómetro 5. En este tramo hay seis giros de 90 grados por varias de las principales calles del Loop, el centro histórico de Chicago con su famoso tren elevado. Paso en 20:17, un pelín rápido sobre lo previsto, pero nada exagerado según el test que había hecho la última semana. Voy muy cómodo, pero me acuerdo de Boston y decido regular un poco más para no pagarlo al final. Sobre el kilómetro 7, en Lasalle Street, veo a Cris y a Cati por primera vez, mejor dicho, me ven ellas porque es una zona donde hay muchísima gente y un griterío tremendo. Sigo muy fácil, en dirección hacia el norte, por una zona residencial muy bonita y tranquila, pero con bastante público animando. Estamos atravesando el Lincoln Park, y en algún tramo en el que clarean los árboles se puede ver el lago Michigan a la derecha. Justo a la salida dejo atrás el kilómetro 10, y paso el segundo 5000 en 20:35. Casi estoy clavando el ritmo previsto. Pero sin saberlo, ya estoy empezando a cavar mi tumba. Hay mucha sombra porque es muy pronto todavía y corremos entre los imponentes rascacielos cercanos a la Avenida Michigan, pero yo estoy preocupado pensando en el último tercio del maratón, cuando el sol esté más alto y corramos por una zona mucho más despejada, con una previsión de temperatura por encima de 24 grados y un 70% de humedad. Así que voy bebiendo en cada uno de los 20 puestos de avituallamiento, es decir, cada poco más de dos kilómetros. Error fatal, de corredor principiante, de autentico novato, cuando he estado preparando este maratón en pleno verano en Mallorca, entrenando muchos días por encima de 30 grados y un 80% de humedad, y en las tiradas más largas tomaba bebida isotónica cada 5 kilómetros aproximadamente.

Sigo a un ritmo constante y con buenas sensaciones. Sobre el km 18 vuelvo a ver a Cris y a Cati en Wells Street. Cris me saca una foto y cuando la veo por la tarde, ya en el hotel, me sorprendo por la zancada tan larga y ligera que llevo en ese kilómetro. Atravesamos el río Chicago por uno de los puentes más bonitos de la ciudad, dejando a la derecha uno de los edificios más espectaculares y famosos: el 333 de Wacker Drive, una inmensa fachada curvilínea de vidrio que refleja el agua y los edificios de la otra orilla. Poco después paso la media maratón en 1:27:22, algo mejor de lo previsto y con margen suficiente para bajar tranquilamente de tres horas. Pero muy poco después, casi de repente, algo empieza a no ir del todo bien. Ya no voy tan cómodo, bajo el ritmo y el parcial del km 20 al 25 lo hago por encima de 21 minutos. No me parece nada alarmante porque sigo con mucho margen y no me hace falta arriesgar cuando falta un mundo aún para la meta. Aflojo la zancada, pero lejos de recuperarme cada vez me encuentro peor sin ninguna explicación. Y aquí viene lo gracioso, si no fuera por las consecuencias finales: pienso que me estoy deshidratando y empiezo a beber más. Ya me he tomado tres geles como tenía previsto, pero parece que no es suficiente. Además, empiezo a notar que me cuesta asimilar el líquido, aunque aún no me noto hinchado. Las piernas de repente me pesan muchísimo y me empieza a costar respirar corriendo a un ritmo muy por debajo del normal para mí. Antes del kilometro 29, atravesando Little Italy, me paro unos segundos en uno de los avituallamientos. Intento respirar profundamente y beber sin prisas para recuperarme un poco. Siete maratones previos y decenas de entrenamientos de 30 kms te dan la experiencia suficiente para conocer tu cuerpo y tus sensaciones en carrera, pero en ese momento no entiendo nada de lo que está ocurriendo en mi organismo. Tengo la boca pastosa pero soy incapaz de tragar agua, y la tengo que escupir al suelo. Los músculos se me están empezando a bloquear por completo. Ya estoy haciendo kilómetros por encima de 4:40, un ritmo teóricamente muy cómodo para mí, pero soy incapaz de mantenerlo. En ese momento me olvido totalmente del tiempo que voy a hacer y me concentro sólo en intentar llegar a la meta. Me da igual hacer cinco o veinte minutos más, pero tengo que conseguirlo como sea. El sol empieza a pegar más fuerte y me quedan 13 kilómetros. Al pensarlo me vienen unos segundos de hundimiento psicológico total. Sé que lo que me está pasando no es normal y decido andar un poco. Empiezo a correr otra vez, bastante lento, y unos metros después me pasa Alfredo y me dice que me enganche a él. Le digo que siga tranquilo. Va muy bien, con un buen ritmo, y pienso que va a bajar de las tres horas, como así fue.

Tengo la piernas totalmente agarrotadas y acabo de pasar el kilometro 30 andando. Miro el parcial de los últimos 5 kilómetros: 22:56. No puedo ni pensar en el sufrimiento que me espera. Es el momento de retirarse. Eso era lo lógico, lo razonable, lo cabal y, sobre todo, lo prudente. Pero estaba allí, en el sur de la ciudad de Chicago, cruzando el campus de la Universidad de Illinois, tan cerca y tan lejos al mismo tiempo de completar este pequeño sueño. No quiero que suene a disculpa, o a justificación, pero no me considero ningún tarado irresponsable. Tengo una hija, padres y personas que me quieren y a las que quiero mucho. Y en ese momento los tuve presentes a todos: pensé seriamente en retirarme. Sin embargo, es increíble como en una situación tan agónica como esa, en semejante estado de confusión mental y bloqueo físico, te puedes llegar a acordar con tanta claridad de las personas que te han acompañado y te han ayudado en ese camino de miles de kilómetros corriendo hasta llegar allí, en mitad de Ashland Avenue, a 12 kilómetros de la meta del maratón de Chicago. Esos 12 kilómetros, la misma distancia que suelo rodar un lunes para soltar las piernas después de haber corrido 30 el domingo, en ese momento me parecían imposibles de completar andando. En cualquier otro maratón estoy seguro que me hubiera parado allí mismo. Sabía que algo no iba bien, que no era normal aquel bajón tan brusco que había sufrido, pero también me acordé de todos los sacrificios que había hecho para llegar hasta allí, de las renuncias, del tiempo invertido, y también, por qué no reconocerlo, pensé en el dinero gastado en esta aventura, privándome de otras cosas para poder afrontarla. Había que atravesar la meta, jodido, andando si hacía falta, pero llegar. Al menos lo iba a intentar con todas mis fuerzas.

Sobre el kilómetro 33 dejo Halsted Street y giro a la izquierda por una avenida que sube unos dos kilómetros en dirección noreste. Levanto la vista a mi izquierda y observo la torre Sears a lo lejos. Es el segundo rascacielos más alto del mundo. El primero está en Taiwan. Y en mitad de aquella agonía me parece que la torre Sears también está en Taiwan. Estoy atravesando Chinatown. Me han enviado una foto que me tomaron en Wentworth Avenue con una inmensa pagoda justo detrás de mí, pero no la vi. Tardo casi 27 minutos en recorrer del kilómetro 30 al 35. Es muy duro comprobar que son 10 minutos más que mi mejor marca en un 5000, pero trato de animarme pensando que es imposible para mí ir más lento. Nuevo error: es perfectamente posible para mí ir muchísimo más despacio, y lo voy a poder experimentar inmediatamente.

Antes del km 35 ya he tenido los primeros amagos serios de calambres en los gemelos, algo que no me había sucedido nunca en un maratón. Pero no han sido nada en comparación con los espasmos musculares que empiezo a sentir ahora. Pienso en el calvario de 7 kilómetros que tengo por delante y me pongo a temblar. Por primera vez en mis ocho maratones lloro de dolor, y no de emoción, antes de llegar a la meta. Es difícil de explicar, pero lo que siento no es cansancio, no es la percepción de agotamiento total del que está acabando sus reservas, o las ha acabado. Es otra cosa, es pura impotencia física, es la negativa de los músculos de tu cuerpo a seguir las órdenes del cerebro, aunque éstas sean amables y asequibles para un organismo teóricamente sano y entrenado. Echo un vistazo al crono pensando que he recorrido algo más de un kilómetro desde la última vez que lo miré, y solo he avanzado 300 metros. Estoy a punto de apagarlo, pero justo entonces doy un grito y me cago en la madre que parió este maratón. También aprovecho para cagarme en la puta hora en que se me va a ocurrir esta locura. Y en un penúltimo aliento, mi boca empieza escupir toda la sarta de tacos e improperios que conozco, y mis más íntimos saben que conozco muchos. Es evidente que aquí ya sólo puede entrar a funcionar el mecanismo irracional. Es ese punto de enajenación en el que dejas de hacer cálculos, de pensar con frialdad, de sopesar tus posibilidades, y ya sólo cuentan finos pensamientos del tipo “puto y cabrón maratón de Chicago, he llegado hasta aquí con mucho esfuerzo y tú a mí no me vas a tumbar”, y otras lindezas de este estilo que ahora me da bastante vergüenza escribir.

Enfilo el tramo final de Michigan Avenue hacia el norte, a la altura de la calle 35. Ahora ya pega un solazo de muerte, así que trato de buscar la sombra junto a la acera derecha. Delante de mí están retirando a un atleta en una silla, incapaz de mantenerse en pie. Desde aquí hasta la llegada veo otros cuatro o cinco en la misma situación, más que en ningún otro maratón en los que he participado. Cada vez que me cruzo uno es un golpe psicológico porque, por primera vez desde que corro, sé que yo estoy cerca de que me ocurra algo parecido. Vuelvo a andar unos minutos porque quiero intentar hacer corriendo los últimos kilómetros. Es todavía peor, otro error, porque cuando empiezo a correr de nuevo, las piernas inexplicablemente no me responden. Es como si fueran por libre, mi cerebro les envía una orden y ellas la interpretan de otra manera. La puntera de mi pie derecho se abre cada vez más a cada paso que doy. El gemelo izquierdo se me contrae. Lo intento estirar en el bordillo de la acera, pero no consigo nada.

El ambiente en estos grandes maratones es muy alegre, festivo incluso. El público anima mucho y la mayoría de corredores se apoya entre sí. Cuando digo la mayoría me refiero al noventa por ciento de los participantes que acaba por encima de las tres horas y media. Entre los atletas que van más rápido la cosa es distinta. Salvo excepciones, no suele haber malos rollos, pero la gente va totalmente a lo suyo. Pero a mí se me debía ver jodidísimo porque nunca me habían animado tanto, no sólo el público, sino los otros participantes. Llevo una camiseta que pone "BARQUERO" en el pecho, y no paran de llamarme por el apellido. Uno que me adelanta a toda velocidad hasta se detiene a mi lado para preguntarme si me encuentro bien. Le miento y le digo que sí para que siga, animándole porque ya le queda poco. Llego al kilómetro 40. He tardado más de 37 minutos en arrastrarme literalmente hasta allí desde el kilómetro 35.

En la milla 25 un voluntario se pone a mi lado. Es un hombre de unos 55 años, alto y rubio, con gafas. Tiene una voz grave. Me habla en inglés, pero no le entiendo bien. Tengo los oídos taponados, según me explican luego por la bajada de tensión. El grandullón me mira a los ojos mientras agita su puño cerrado moviéndolo hacia delante. Me imagino que me dice “vamos chico, ya lo tienes, lo has hecho”. Pero no lo tengo, no lo he hecho, todavía no. Me quedan dos kilómetros, que en esos momentos me parecen la distancia entre Mallorca y Chicago.

Desde ahí ya no paro de correr, o algo parecido, hasta el final. Pensaba que si me detenía ya no llegaría, y puede que en esto sí que acertara. Sorprendentemente, no hay demasiado público en ese tramo final de South Michigan Avenue, hasta que falta poco más de un kilómetro para meta. A partir de ahí es impresionante cómo están abarrotados de gente los dos lados de la calle, y cómo animan. Sigo arrastrándome intentando no dejar de trotar, aunque sea muy despacio, para evitar agarrotarme definitivamente. Mi mueca de dolor debe ser llamativa, porque nunca en mi vida he escuchado tantas veces gritar mi apellido. A falta de 500 metros se gira a la derecha por Roosevelt Road para entrar en Grant Park. Aquí está seguramente la única cuesta de todo el recorrido: unos 80 metros de un puente para pasar las vías del tren. Se acaba de caer un corredor unos metros por delante de mí. Intenta levantarse, pero las piernas se le doblan con las rodillas hacia dentro como si fueran de plastilina. Se agarra a las vallas para incorporarse, la gente le ovaciona, pero no puede andar y se cae de nuevo. Dos voluntarios, un chico y una chica, cruzan desde la derecha y lo sujetan por los hombros. Miro al suelo y me muerdo los labios. Estoy subiendo el puente muy despacio, intentando no pensar en lo que acabo de ver y no mirar lo que me queda por delante, pero levanto la cabeza y veo cómo se llevan a otro atleta en una silla de ruedas, con las piernas elevadas. Es justo debajo del cartel de la milla 26. No puedo evitar pensar que, después de esta agonía de 14 kms, me puede pasar lo mismo a mí. Todo este esfuerzo para quedarme a 300 metros de la meta. Consigo bajar el puente sin parar de correr, pero sintiendo que las piernas se me pueden quebrar en cualquier momento. Giramos a la izquierda y veo el arco de la llegada. Por primera vez en mis ocho maratones, rezo para poder llegar. Y lloro por segunda vez, pero esta vez de miedo. A pesar del estruendo, escucho una voz dentro de mí, pero no dice nada de “vamos, ya está, lo tienes, lo has hecho, es tuyo, ya has llegado…”. Cuando enfilo la última recta de Columbus Drive mirando hacia la meta lo único que oigo en mi interior es “Dios mío, por favor, por favor, que no me caiga ahora…”. Ya está. Atravieso la meta corriendo, con el gesto que había soñado tantas veces, aunque no en esas condiciones físicas, con la mano derecha levantada y los dedos extendidos: CINCO. Ahora sí. Lo he hecho. Sigo corriendo unos 10 metros más, no sé por qué, como si no hubiera tenido suficiente. Me paro y me doblo por la mitad, como si me partiera definitivamente. Estoy mareado. Si me quedaban unas milésimas de fuerzas, ya me han abandonado por completo al cruzar la alfombra. Miro el crono: 3 horas y 25 minutos. Cuando se va tan al límite se pierde por completo la noción del tiempo. Durante los últimos kilómetros, la última vez que lo calculé me imaginé que al final iba a tardar más de 4 horas. Me ponen la medalla y me sacan un par de fotos. Todavía, con mucho esfuerzo, puedo volver a levantar la manita. Hay bastantes voluntarios médicos. Se me acerca una chica de unos 25 años y me pregunta si estoy bien. Vuelvo a mentir y le contesto que sí, pero esta vez no cuela. Me pregunta si estoy seguro. Insisto en que sí. Me dice que beba algo pero le digo que no puedo. Trato de alejarme pero ella sigue a mi lado cogiéndome del brazo izquierdo. Le digo con un tono más convencido que no se preocupe, que ya me estoy recuperando, y me alejo unos metros. Me acerco a una valla, apoyo la cabeza, y pienso que lo único que quiero es tumbarme y quedarme dormido. Me siento muy lentamente y al segundo aparece de nuevo la voluntaria, que me había seguido vigilando a unos metros de distancia. Me obliga a levantarme rápidamente y a que no me quede parado. No sé qué aspecto debía tener, pero me sugiere que vayamos a una carpa muy cerca con servicios médicos. Entonces recuerdo que no he dejado nada en el guardarropa y que no tengo teléfono para avisar a Cristina. Seguro que Alfredo ya les ha contado que me ha adelantado mucho antes de la meta y que iba muy tocado. Ya estarán preocupados. Le doy las gracias a la voluntaria pero le digo que me están esperando. Me sigue hasta que salgo del recinto vallado de la llegada. Bajo unas escaleras con las piernas totalmente rígidas y casi me caigo. Unas señoras me están aplaudiendo. No puedo ni sonreír. Tengo las piernas como alambres y sigo mareado. Empiezo a ver mucha gente por la acera, creo que no voy a encontrar a mis amigos y no me siento capaz de llegar solo hasta el hotel. Para alejarme de la voluntaria he salido por una puerta distinta a la que habíamos quedado. Camino unos 200 metros como un zombi y al final los veo. Alfredo está sentado en la acera, y Cris y Cati están de espaldas, mirando en dirección al parque, por donde salen los corredores, buscándome. Aparezco por detrás y les llamo con el último aliento que me queda. Cris viene corriendo y me abraza. Apoyo mi cabeza sobre su hombro derecho y mis flamantes gafas Oakley customizadas, tan pijas, con mi apellido grabado en una de sus lentes, se deslizan torcidas sobre mi frente. Así postrado, el sol debe estar pegando de lleno sobre mi incipiente calva para componer la imagen perfecta del destrozo humano que soy en esos momentos. Ella me levanta la cabeza y me acaricia las mejillas. Intenta sonreírme pero yo noto la preocupación en su gesto.

Un minuto después estoy tumbado en la acera, gritando de dolor como un loco, con todos los músculos de mis piernas contracturados: las plantas de los pies, los gemelos, los tibiales, los isquios y, lo peor de todo, los cuádriceps. Estos últimos vi claramente como se contraían, como si tuvieran un alien en su interior, y se convertían en dos finas barras de acero. Yo no he parido nunca, pero el dolor no puede ser muy distinto a esto. Un policía negro, gordito, viene corriendo con su walkie y llama a un médico. Alfredo, Cristina y Cati me intentan masajear las piernas y me frotan con una bolsa de hielo que tenían. Es curioso cómo recuerda uno las cosas: de todo lo que sufrí durante y después de la carrera, creo que lo más duro de todo fue ver durante unos segundos la expresión de pánico e impotencia de Cristina cuando me oía gritar de dolor. A la pobre no le he podido dar un estreno peor en esto de los maratones. Le debo una, y bien grande.

Tardé un par de horas en empezar a encontrarme mejor. Lo que sufrí fue una hiponatremia, una bajada de los niveles de sodio en sangre debida a un exceso de hidratación. Tanto miedo al calor y quedarme deshidratado al final….y sucedió lo contrario. Fue un susto gordo porque cuando llegué a la meta, en lugar de ir recuperándome cada vez me sentía peor. La cosa no fue grave porque creo que tuve la sensatez de aflojar el ritmo en cuanto vi que no iba bien, y no tratar de forzar hasta reventar. Lo sentí mucho porque me encontraba mejor que nunca para disfrutar de correr una carrera tan bonita como esta, muy bien organizada y en una ciudad bellísima. Pero llegué, lo conseguí, al límite, pero lo hice. Y me siento orgulloso, por mí y por todos los que me ayudaron en el camino. Espero no haberlos defraudado porque puse lo mejor de mí en el intento, no sólo en este último maratón, tan dramático, ni en los otros cuatro Majors, sino en cada uno de los más de 600 días que tuve que salir a correr estos dos años para conseguirlo, con calor, con frío, con lluvia, con viento, de viaje, con nieve, con pereza, motivado, con preocupaciones, de mala leche, con sueño, de buen humor, cansado, aburrido, con dolores, solo y acompañado.

Gracias a Guillermo por enseñarme tanto, y no sólo a correr, y a Jose, a Jaime, a Alfredo y a Manolo. Gracias a Pau por sus manos sabias y su atención. Gracias a Cris por su dulce paciencia y a Irene por hacerme sentir el campeón mundial de los papás maratonianos. Y sobre todo, mil perdones a todos aquellos a los que dejé de dedicar algo del tiempo que sin duda se merecen por culpa de esta bendita chifladura. Besos y abrazos

miércoles, 29 de septiembre de 2010

BERLIN 2010, UN MARATON CASI PERFECTO

BERLIN 2010, UN MARATON CASI PERFECTO

Vivimos rodeamos de tópicos. A veces los criticamos por su simpleza, o sólo por adoptar una postura rebelde en la vida, quizá la única a la que nos atrevemos. En ocasiones los aceptamos por simple comodidad, para no complicar más lo que no conseguimos entender. En medio del bombardeo contemporáneo sobre autoayuda, inteligencia emocional, el poder de la mente y la madre que lo parió, a mi sólo se me ha revelado una verdad: nunca sabrás hasta dónde puedes llegar si no te pones a caminar, o a correr.
Hace casi tres años completé mi primer maratón. De la mano de mi querido Eduardo Linares, culpable de haberme inoculado este veneno (los amigos que me ha regalado esta pequeña locura del correr merecen un comentario aparte) lo acabé en 3 horas y 44 minutos. Aproximadamente 8000 kilómetros y 15 pares de zapatillas después, sin sangre, pero con muchísimo sudor y algunas lágrimas, la mayoría derramadas el pasado domingo, he sido capaz de recorrer 42 kilómetros y 195 metros por las calles de Berlín en 2 horas y 50 minutos exactos. Si el primer día que salí a trotar en Enero de 2007 alguien me lo hubiera dicho le hubiera sometido a una prueba de alcoholemia.
Algunas de las cosas que quiero explicar aquí serán más fáciles de entender para quien haya conocido la sensación de llevar el cuerpo y la mente hacia sus límites a través del esfuerzo constante y el afán de superación El maratón entendido como reto personal es una experiencia que puede modificar la percepción de esos límites y tu capacidad de evolución, no sólo en el plano físico, sino también en el emocional. Como esta idea ha sido desarrollada de manera brillante por escritores, empresarios y ejecutivos de éxito, no voy a caer en la pedantería de pretender explicarla yo mejor. Solo afirmo que es cierto y que me ha dado algunos de los momentos más intensos de mi vida cuando los he compartido con mis seres más queridos.
Bien esta lo que bien acaba, pero los días previos a la carrera en Berlin no auguraban un final tan feliz. El ultimo test salió bien, pero las sensaciones en las piernas no eran del todo buenas. Para colmo, el miércoles comencé a notar los síntomas de un leve constipado, nada serio para ir al cine, pero preocupante cuando tienes que correr un montón de tiempo al límite de tus fuerzas. Aspirinas a mansalva, y mi cabecita echando humo como una locomotora a vapor. Además, la previsión meteorológica daba una altísima probabilidad de lluvia el domingo en Berlin. Por si esto fuera poco, no había terminado de curar del todo una ampolla en el pie derecho, y correr tantos kilómetros con unas zapatillas mojadas podía terminar siendo un calvario. En resumen, un panorama un tanto aterrador a escasas 48 horas de la carrera. Para confirmar los negros augurios, el avión de Palma a Berlin salió con mas de una hora y media de retraso, e Irene y yo aparecimos en el hotel pasada la medianoche del viernes. Pero aun no había llegado lo peor.
A la mañana siguiente salí a rodar suave 35 minutos por el Tiergarten, cerca de la salida y llegada del maratón. El lugar es una auténtica maravilla para correr, con caminos de grava entre árboles y vegetación. Al final me puse un kilometro a ritmo de maratón ... y casi me deprimo: me imaginaba al día siguiente corriendo 42 kilómetros seguidos a esa velocidad y me parecía sencillamente imposible.
Ya de vuelta en el hotel y tras desayunar con Irene nos encontramos con mi amigo y compañero de entrenos, Jose Rodríguez, y con su encantadora mujer, Llanos, que acababan de llegar desde Palma. Nos vamos a la Feria del Corredor en el antiguo aeropuerto de Templehof para recoger los dorsales... y aquí comienza mi particular odisea. A menos de 20 horas del inicio del maratón, ¡no tengo dorsal! Ha habido un malentendido entre Adidas (principal patrocinador de la carrera que en principio nos invitaba a Jose y a mi) y Marathinez Tours (una agencia especializada de Madrid a través de la cual hemos reservado el hotel), y la organización ha anulado mi inscripción. Se me viene el mundo encima. Llamadas de urgencia, carreras, mi amigo Jose hecho polvo sintiéndose responsable (aunque no tenía ninguna culpa), Llanos intentando animarme y mi hija Irene desolada mirando a su papa cabizbajo. Las tres horas que pasaron se me hicieron como doce. Finalmente Marathinez pudo resolver la confusión y conseguirme el dorsal con mi nombre. Nos sentamos a comer pasadas las cuatro de la tarde, y estaba tan agotado por la tensión que creía que ya había corrido el maratón. Para terminar de animar el cotarro, había empezado a llover con generosidad sobre Berlin. Parecía que todo se empeñaba en ponerse en contra.
Esa noche, como siempre antes de un maratón, no dormí demasiado bien. Bajamos a desayunar a las seis y media, y a las ocho menos cuarto ya estábamos en la recepción del hotel para ir hacia la salida del maratón, a escasos quince minutos andando. Seguía lloviendo sin parar desde el día anterior, pero pudimos conseguir unas bolsas de plástico para no mojarnos mucho antes de tiempo.
La salida fue bastante caótica. Aunque la Avenida del 17 de Junio, frente a la Puerta de Brandemburgo, es bastante ancha, muchos corredores se cuelan en cajones que no les corresponden según su marca y ralentizan el ritmo de otros más rápidos. Hasta el kilómetro 5, Jose y yo adelantamos a centenares de corredores sorteando charcos y bordillos. A partir de ahí ya pudimos coger "velocidad de crucero" e ir un poco más cómodos. Sobre el kilómetro 7 hay una leve subida para cruzar un puente sobre el río Spree, y poco después doblamos a la izquierda por Friedrischstrasse, donde nos esperan por primera vez nuestras chicas en el kilómetro 8. Hay muchísima gente a ambos lados de la calle, pero las vemos perfectamente e incluso toco la mano de Irene cuando le dejo un pañuelo que me había puesto en el cuello para la salida. Me encanta ver saltar a la princesita cuando me ve llegar, y sus grititos de ánimo me van retumbando en los oídos después durante unos minutos: es el mejor glucógeno para mis piernas.
En el kilometro 10 le pregunto a Jose qué tales sensaciones tiene. Me contesta que "ahí va", pero que ya me lo dirá cuando pasemos la media. Yo me encuentro asombrosamente bien, muy cómodo de respiración y sin problemas en las piernas. Por primera vez me he atrevido a correr un maratón sin el pulsómetro, y haciendo caso al "maestro" Guillermo Moreno me estoy guiando por mis sensaciones, que de momento son buenas.
Sobre el kilometro 12 bordeamos la Strausberger Platz y enfilamos la calle Lichtenberger, que pica un poco hacia arriba en dirección a otro de los puentes sobre el rio. Miro hacia atrás y observo que Jose se queda unos metros rezagado. Le pregunto cómo va y me dice que siga yo. Me quedo un poco preocupado porque todavía falta muchísima carrera, pero veo que se mantiene a menos de diez metros de mi. Poco antes del kilometro 14 se pone de nuevo a mi lado nos seguimos turnando para marcar el ritmo. Falsa alarma.
Nos hemos puesto una alerta de tiempo en el crono para pasar cada cinco kilómetros en 20min10seg. Vamos unos segundos retrasados, pero creo que es mejor ser un poco conservadores al principio y ,si se puede, apretar más al final. En el kilómetro 18 nos espera una bonita sorpresa: Llanos e Irene han cogido el metro con el resto de familiares de la expedición de Marathinez y han venido a darnos otro empujoncito. No las esperábamos ver hasta el final de la carrera, así que ha sido una inyección extra de moral que agradecemos con unos besos al aire. Hay bastante público durante todo el recorrido, pero seguro que habría mucho más si no estuviera lloviendo. Hemos visto dos o tres bandas de música, sólo las que pueden tocar bajo un toldo o un puente, resguardadas de la lluvia. Es una pena, pero la verdad es que durante la carrera no te da mucho tiempo a pensarlo y cualquier animación o grito de apoyo es un estímulo para seguir adelante. A estas alturas de la carrera, cuando veo un grupo de españoles todavía puedo saludarlos y levantar mi muñequera roja y amarilla. A partir del kilómetro 35 sólo les podía levantar ya las pestañas.
Pasamos la media maratón en 1h25m38s, alrededor de un minuto más lento de lo que pretendía Jose. Para mi está muy bien, y salvo percance grave voy a poder bajar con cierta holgura de las tres horas, que era mi objetivo inicial cuando empecé a entrenar para este maratón. Esta parte del recorrido, hasta el kilómetro 35, es rapidísima, e incluso se tiene una sensación de leve bajada. Aquí conozco a un personaje que será clave en lo que me queda de carrera. Es un gallego que me dice que salía con intención de hacer 2h40m, pero que no tiene el día y ha tenido que parar un par de veces. Se le nota un atleta experimentado y que va bastante sobrado a nuestro ritmo, sobre 4 min/km. Se pone a nuestra par mientras seguimos adelantando cada vez más corredores. Al pasar la media Jose se ha puesto a tirar un poco más fuerte. En ese momento imagino que se ha agobiado al ver el tiempo y ha decidido arriesgar para intentar lograr su objetivo de marca. Yo me sigo encontrando fenomenal de respiración y muy cómodo de pulsaciones, aunque empiezo a notar ya las piernas un poco más duras de lo normal por efecto del frío y la lluvia.
Pasado el kilómetro 24 Jose me comenta que le está molestando el isquio de la pierna derecha, y esta vez le noto en la cara que la cosa va en serio. Me dice que va a intentar aguantar este ritmo hasta el 30. Lo miro un par de veces y veo que ya no lleva la zancada tan suelta como unos minutos antes. En el kilómetro 26 me dice que tiene que bajar el paso y que siga yo solo. Aun así, consigue mantener durante unos minutos más un buen ritmo, porque en los dos kilómetros siguientes lo sigo viendo cuando me giro.
En el kilometro 27'5 me tomo un tercer gel porque me da miedo que no vaya a aguantar muscularmente en los kilómetros finales. Desde el kilómetro 20 estoy corriendo sobre 3:57/3:58 min/km. Me entra el vértigo. Es alucinante, llevo casi dos horas corriendo y estoy acelerando. Empiezo a creer que puedo hacer un tiempo escandaloso para mi, pero mi cuerpo me envía un par de señales que me hacen descender bruscamente a la dura realidad del ultimo tercio de un maratón. La parte exterior del muslo derecho me esta empezando a molestar cada vez mas, y el soleo de la pierna izquierda que tanto he tenido que cuidar durante los dos últimos meses de entrenamientos me recuerda que sigue allí, dispuesto a que no me olvide de él hasta el final del viaje. Dos amagos de pinchazos son suficientes para volver a poner los cinco sentidos en la carrera. En ese momento hay que dejar que las endorfinas hagan su trabajo para paliar el dolor, pero no permitir que te emborrachen y se te olvide dónde estás: ¡a más de doce kilómetros de la meta! .
Cuando lo pienso ahora, en frío, no deja de sorprenderme cómo funciona el mecanismo mental de motivación durante una prueba tan dura como el maratón. En el kilómetro 31 cruzamos bajo un puente en el que había un grupo de percusión muy numeroso. Era espectacular, y el ritmo se te metía en el cuerpo poniéndote la piel de gallina. Además, esta es una zona con mucho publico. Justo al dejar atrás los tambores, con todo el subidón, pensé: ya está, Jose, lo vas a conseguir, joder, solo un poco más, con todo lo que has entrenado para llegar hasta aquí, no te queda nada, un último esfuerzo, venga campeón,... patatín, patatán, y todo ese rollo para motivarme. Pero al recordarlo ahora, ¡me quedaban casi 45 minutos corriendo a toda ostia y con dolores en las piernas! Eso es como un entrenamiento de los duros, solo que habiendo corrido antes 31 kilómetros. Este es un ejemplo práctico y real, no teórico, del manoseado "poder de la mente". No le demos más vueltas: si nos lo proponemos, con humildad y esfuerzo, somos capaces de hacer cosas que nunca nos hubiéramos imaginado.
Voy a dar una prueba irrefutable de lo tocado que empezaba a estar. Sobre el kilometro 35 había un grupo de unas treinta jovencitas monísimas, vestidas de cheerleaders, con sus minifaldas blancas, dando saltitos ellas y también algunas partes de sus gráciles cuerpos. Si no me llega a avisar el gallego ni las veo. Una cosa es comenzar a visualizar la meta unos kilómetros antes y otra muy distinta ir tan despistado. Pero así de duro es el maratón, amigos, que no ves ni los "pompones".
La verdad es que el gallego se portó fenomenal esos kilómetros, animando y dándome algún buen consejo. Me gustó mucho algo que me dijo al pasar el kilómetro 35: hasta el kilómetro 39 eres un corredor, pero en los tres últimos kilómetros tienes que sacar el atleta que llevas dentro. A partir del 37 las piernas ya me dolían mucho, pero psicológicamente estas golpeando con cada paso al diablo que te hacia dudar unos kilómetros antes. Los cuádriceps ya no aguantan como al principio y la zancada se descompone, pero buscas en tu corazón la energía que ya no te queda en las piernas. Y aquí llegáis de golpe todos vosotros, en tropel, como una manada de elefantes, y te acuerdas de cada gesto, de cada palabra de ánimo, de cada sonrisa, de cada beso, de cada abrazo, de cada comentario en el facebook, de todos los risottos y espaguetis, del cariño de todos, de las bromas y de lo contentos que os vais a poner por unos momentos cuando os imaginéis lo feliz que me sentiré yo si lo consigo. Pensar en todo esto en el kilómetro 40 es una inyección de adrenalina directa en el corazón. Y es tan fuerte que te hace llorar, aunque no sepas si es de dolor, de emoción, o de ambas cosas.
Al contrario que en el resto del recorrido, sin excesivas curvas, entre el kilometro 40 y el 41 hay seis giros de noventa grados, que se hacen muy duros a esa altura de la carrera. Seguía adelantando a muchos corredores, confirmando mi impresión de que estaba haciendo la segunda parte del maratón mas rápida que la primera, como así fue. En uno de los giros estuve a punto de tirar a un corredor que se cerró cuando iba a pasar yo por el interior. Era tal el cansancio en ese punto que las piernas no me respondieron para esquivarlo medio metro por su derecha. Menos mal que no nos caímos. El tío se enfado mucho y le pedí disculpas sinceras, porque yo en su lugar me hubiera cabreado aún más.
¡Ultimo giro a la izquierda! Unter den Linden, un kilómetro y doscientos metros en línea recta para llegar a meta por este bulevard impresionante y majestuoso, abarrotado de gente. Hemos quedado con Llanos e Irene que estarían en la acera de la derecha, pero la calle es muy ancha y hay muchísimo público gritando. No puedo mirar demasiado porque voy rápido y me da miedo volver a tropezar con alguien. He recorrido unos cien metros desde el giro y no las he visto. De repente un "papaaaaaaaaaaaaa" se hace un hueco en el estruendo. Me giro hacia atrás, a la derecha, y allí están otra vez, una más, la definitiva, el ultimo empujón, Irene saltando de nuevo. Aún me quedan fuerzas para sonreír, levantar el brazo derecho y agitarlo, ya mirando hacia la meta. Delante de mi la Puerta de Brandemburgo, imponente, llamando para que la cruce, como tantas veces lo había imaginado en estos últimos tres meses, en cada madrugón de este verano para evitar el calor, en cada uno de esos entrenamientos agónicos de series en la pista, en cada uno de los largos rodajes en los que te da tiempo a pensar en todo y en todos. Ahora sí, ya la he atravesado, trescientos metros para la meta. Merece la pena esprintar. Aún no sé que voy a rozar las 2h49min. Sigo adelantando corredores hasta la misma alfombra de la meta. Ya está. Se acabó. El gallego entra justo detrás de mi. Nos abrazamos. Camino lentamente para apartarme y dejar pasar a otros corredores. Una chica me envuelve con un plástico verde fosforito de Adidas. Me giro otra vez hacia la meta buscando a Jose pero no lo veo. Me ponen una medalla y me sacan una foto. Me dan una botella de agua y luego una bolsa con fruta, un bollo y una barrita de cereales. Han pasado tres o cuatro minutos y no veo a mi amigo. Sigo caminando. Intento tomar algo de bebida isotónica, pero mi estómago no la acepta. Me sacan otra foto en un photocall con el logo del maratón. Continuo andando bajo la lluvia y me entran ganas de llorar. Por fin llego a la carpa donde he dejado la bolsa con mi ropa. Decido esperar allí a Jose. Todavía no he abierto la bolsa cuando oigo sonar mi móvil. Es Rosario desde Brasil. Ya ha visto en la web que he llegado y mi tiempo. Maravillas de la comunicación. Está feliz por mi y yo le agradezco su paciencia y su comprensión por el tiempo que no le he podido dedicar para poder hacer esto.
Por fin llega Jose. Le doy un abrazo enorme. Ha sido un placer correr a su lado y un privilegio tenerlo como amigo. Es un ejemplo para mi verlo entrenar, con un afán de superación impresionante y un capacidad de sacrificio enorme. Y en ese momento también es la viva prueba de que en el atletismo, como en la vida, la consecución de los objetivos no siempre tiene que ver con la justicia. De los 41000 corredores que tomaron la salida, quizá algunos se lo merecían tanto como él, pero ninguno más que él.
Nos vamos al encuentro de Llanos e Irene. Por el camino llamo por teléfono a Guillermo, el maestro zen, el artífice de este milagro, mi entrenador, mi amigo, la persona que me ha hecho sentirme atleta y que me ha hecho disfrutar del camino hasta llegar aquí. Esta casi tan eufórico como yo, pero no consigo articular palabra y le tengo que pasar el teléfono a Jose.
El abrazo de Irene es apoteósico. Ya sé que esta feo que lo diga yo porque soy su padre, pero es una niña tan especial... Los que la conocen saben porqué lo digo. Te quiero, princesa.
Al final mi tiempo oficial ha sido ¡2 horas 50 minutos 00 segundos! ¡Por un segundo no he bajado de 2:50! Por la tarde, cuando me llama un amigo para felicitarme le digo que Berlín 2010 ha sido para mi el maratón casi perfecto, y él me contesta que no piense en ese segundo, sino en los 17 minutos que he rebajado mi marca. No me había entendido: hubiera dado ese segundo y muchos más para que Jose estuviera tan feliz como yo. Ese hubiera sido el maratón perfecto.

Gracias tod@as. Nos vemos el año que viene en Boston

lunes, 30 de noviembre de 2009

Mi amigo Iagoba

Iagoba Bermeosolo nació en Gernika. Sus ocho primeros apellidos son vascos y el euskera es su lengua materna. Se crió en una familia profundamente nacionalista, de las que se partieron cuando se produjo la escisión entre el PNV y EA. Tardaron años en recomponer los trozos. Lo conocí a principios de los ochenta, cuando vino a estudiar a mi colegio en Vitoria. El azar y el orden alfabético nos juntaron en los pupitres durante siete años, en ese período de la vida tan propenso a las pasiones y a los deslumbramientos excesivos. Descubrimos juntos a Hesse y a Camus, a Machado y a Lorca, a Borges y a Cortázar. Fuimos carne de filmoteca, disfrutando o bostezando con Tarkovski y Rohmer, según la tarde. Compartimos también otras andanzas menos culturales y más inconfesables. Me levantó alguna novia y yo traté de vengarme, la verdad es que sin mucho éxito. Le perdoné porque su madre hace la mejor tarta de moka del mundo. Tiene alergia al Real Madrid, pero ni eso, ni la política, ni más tarde la distancia física, consiguieron separarnos del todo. Somos amigos desde hace veinticinco años, y ese sentimiento mutuo hace que, cuando volvemos a encontrarnos, olvidemos al instante los largos períodos de silencio con los que nos castigamos involuntariamente.
Pero mi amistad no se alimenta sólo de la nostalgia, la antigua camaradería y los buenos recuerdos de la juventud perdida, sino de la profunda admiración que siempre he sentido por él. Hace unos años, la víspera de una huelga general en el País Vasco, Iagoba se presentó en el cuartel de la Ertzaintza más cercano al local de su pequeña empresa para explicarles que quería trabajar con normalidad y preguntar qué pensaban hacer para proteger su negocio. Me contaba que la indiferencia y la sonrisa irónica del agente que le atendió le provocaron mucho más miedo que la posibilidad de un coctel molotov contra su negocio al día siguiente. Iagoba representa como nadie la conciencia cívica de una minoría que se rebela, no sólo contra la violencia terrorista, sino contra el silencio de la mayoría, cómplice o cobarde, que para el caso es lo mismo. Iagoba lleva el nacionalismo en sus genes, no en un pin en la solapa. Por eso, cuando envió una carta al Deia, el periódico oficial del nacionalismo vasco, defendiendo la libertad de los que no piensan como él y declarándose avergonzado de vivir en semejante país, su opinión escoció tanto que al día siguiente un periodista del régimen trató de ridiculizarlo en su columna semanal por haber desarrollado en su escrito la siguiente idea “bárbara”: primero las personas, luego la política.
Nos separa un mundo en cuanto a ideología, pero su llamada fue la primera que recibí el día que asesinaron a un amigo de mi familia, o cuando volaron por los aires a un político socialista a escasos metros del domicilio de mis padres. Esa empatía de alguien que se ha educado y vive en un entorno tan distinto al mío es la que me permite mantener la esperanza y negar con tozudez cuando escucho que no hay solución. Frente a la comodidad de una mayoría silente, Iagoba ha optado siempre por el compromiso moral con unos valores que van mucho más allá de la patria, la lengua o la bandera, y por denunciar la responsabilidad de quienes debían haber liderado una rebelión cívica frente a la barbarie y no lo han hecho, poniendo por delante unas ideas políticas que, paradójicamente, son las que él en gran medida comparte. Por eso su postura es doblemente valiosa e irreprochable, porque no se le podrá acusar nunca de ventajista.
Aunque su ejemplo cotidiano de dignidad y valentía en el centro de la zona cero borroka rebasa con creces el mínimo exigible, este euskaldún sin complejos, que nunca ha sentido el peso de la boina ni se ha contemplado el ombligo, se ha superado a sí mismo. Iagoba Bermeosolo acaba de publicar su primera novela, “La Fonda” (Editorial Alhulia), un precioso librito lleno de ternura y optimismo, una historia de tolerancia y respeto hacia los que no piensan como nosotros que transcurre en Kániger, un pequeño pueblo soriano que recibe la visita de incógnito de Federico García Lorca en los días previos al inicio de la Guerra Civil. No encontrarán aquí una crónica de buenos y malos, ni un ajuste de cuentas con la historia, sino un relato de personas con ideas dispares que comparten esperanzas y miedos, tratando de reconocer los valores del otro. “La Fonda” es un libro ejemplar, no sólo por el mensaje y los valores que transmite, sino por la condición y las circunstancias de quien lo escribe. Es una auténtica hoja de ruta dictada por su autor, primero con sus actos y ahora con las palabras.
Muchas veces Iagoba me hablaba de la necesidad de evadirse de la atmósfera asfixiante, híper-politizada del País Vasco. Lo que celebro es que lo haya hecho a través de la literatura, un modo que nos permite a los demás disfrutar de su bonhomía y su inteligencia. Es evidente que no soy, ni puedo, ni pretendo ser objetivo, pero el mundo sería un lugar mucho más habitable si abundaran los tipos como él.

domingo, 8 de noviembre de 2009

Maratón de Nueva York 2009: Los chicos también lloran

La primera vez que oí hablar del maratón de Nueva York tenía 9 años. El padre de un amigo de mi colegio lo corrió y pude saber qué era aquello a través del relato que su hijo nos hizo a toda la clase. Escuché su aventura con una mezcla de envidia y emoción que aún recuerdo.
Pasaron 25 años y casualmente visité Nueva York en los días previos a la maratón. Me impresionó el ambiente y entonces decidí que algún día participaría… y allí estaría también mi hija Irene, para disfrutarlo como en su día lo hizo mi amigo Edorta. 5 años después he podido cumplir la promesa y he vivido una de esas experiencias irrepetibles que sabes que no olvidarás nunca.
La ciudad se vuelca cada año con un evento que en esta ocasión ha reunido a 43.000 corredores y ha generado un gasto directo e indirecto en torno a los 250 millones de dólares. Supongo que este es un buen motivo para no protestar por los cortes de tráfico, los restaurantes llenos y demás incomodidades que genera una prueba como esta.
La noche anterior al maratón dormí poco: en parte por el jet lag, en parte por los nervios, y sobre todo porque te recogen en el hotel a las 6 de la mañana. A las 7 ya estábamos en Fort Wadsworth, en Staten Island. Es una inmensa zona militar, justo a la derecha del puente de Verrazano, que habilitan ese día para alojar a los corredores durante las casi tres horas de espera, o más, que transcurren hasta el inicio de la carrera. Sin duda, esta es la parte más pesada del día. Al bajar del autobús llovía ligeramente y hacía bastante frío. Afortunadamente la lluvia cesó al cabo de unos minutos e hizo más llevadera la espera. Lo único que quieres en esos momentos es empezar a correr ya. Pero hay que esperar, y para pasar el tiempo vale cualquier cosa. Por ejemplo, sentarte en un bordillo y observar atentamente los movimientos previos a la carrera de Rafael Medina, Duque de Feria y Alfonso de Borbón, que no es Rey de Francia por culpa de Sarkozy, rodeados de un grupito de niños bien madrileños. Era gracioso porque llevaban unas pintas muy distintas a las que vemos regularmente en el Hola. Hay que explicar que en todo aquel inmenso recinto domina una estética homeless, de lo más tirado, como si se reunieran allí todos los vagabundos del estado de Nueva York. La explicación es sencilla: tienes que dejar la bolsa con tus efectos personales que te entregarán a la llegada casi una hora antes del inicio de maratón. Como hace bastante frío, la gente va vestida y se queda esperando con ropa que luego se quita y tira cuando empieza a correr. Así que todo el mundo está allí con sus mejores galas: ese pantalón de chándal que ya no te pones ni cuando estás sólo en casa, ese jersey horroroso que te regaló el cabrón de tu cuñado, el chubasquero que te dieron hace 20 años en la visita a una fábrica de cemento… en fin, un desfile de Dior.
Ya pasan de las 9. Un último piset y salgo pitando hacia mi box de salida en la línea naranja, la que pasa por la izquierda del puente según miras hacia Manhattan. Llego un poco justo de tiempo. No sé por dónde me meto, pero el caso es que cuando nos detienen al inicio del puente no veo a casi nadie por delante. Sólo unas tías estupendas dando unas carreritas de calentamiento, ellas solas, mientras la tropa esperamos detrás. Miro a los lados y me veo rodeado de tipos delgadísimos, fibrados y con una pinta muy profesional. Me acojono un poco y empiezo a pensar que me he equivocado y me he colado sin querer donde no me corresponde. En estos pensamientos estoy cuando escucho por la potente megafonía a un tipo dando las gracias a los participantes, que somos cojonudos y todo eso. Miro a mi derecha y veo al alcalde de Nueva York con el micrófono en la mano. Acaba y una mujer con una voz impresionante comienza a entonar el himno americano. Juro que no soy ningún ferviente defensor del Imperio Americano ni nada parecido, pero en ese ambiente, con toda esa adrenalina en tu cuerpo, al lado de un tipo que mira al cielo con la mano en el corazón, y ese vozarrón de negra de góspel entrando por los oídos, casi lloro. Te saca del trance el estruendo de un cañón antiaéreo que anuncia la salida. Y la voz de Frank Sinatra lo invade todo a los acordes del New York, New York. Apoteósico. Un momento inolvidable. Unos segundos después me despierta de nuevo del sueño la sirena de un coche de policía. A mi izquierda pasan volando los negritos y el resto de la élite. Han salido unos metros por detrás, en la línea azul que corre por nuestra derecha. Impresionante verlos pasar flotando literalmente sobre el asfalto del puente. Hasta luego compañeros, os veo en un rato en Central Park.
La subida hasta la parte central del puente son casi dos kilómetros. La vista del skyline del sur de Manhattan es espectacular. Sopla viento moderado del noroeste, frío pero soportable. Aunque he salido bastante más fuerte de lo previsto, al principio me pasa un montón de gente. Pienso que es normal porque estaba situado por delante de mi grupo. Algunos se nota que son muy buenos y van por debajo de tres horas. Otros y otras no tanto, y se ve que van acelerados en el comienzo. En los puentes está prohibido que haya público por razones de seguridad. Después de la explosión inicial se va haciendo un silencio imponente. Durante los casi tres primeros kilómetros sólo escuchas las pisadas y la respiración de la gente. Pero en cuanto bajas del puente y enfilas la 4ª Avenida de Brooklyn… comienza el espectáculo. Una multitud a ambos lados, familias enteras con niños, bandas de rock cada milla, banderas, pancartas, gente que grita tu nombre impreso en la camiseta, en mi caso junto a una bandera española… un desmadre. Resultado: paso el kilómetro 5 en 22:27, dos minutos por debajo de lo previsto. Me estoy dejando llevar por la emoción, pienso. Tranquilo chaval, relájate o lo pasarás muy mal al final. Va a ser que no. Según vas subiendo por la avenida principal de Brooklyn va apareciendo cada vez más gente en las aceras, más gritos de ánimo, el Star me Up de los Rolling a todo volumen, un montón de hispanos en esta zona, además de italianos, que te jalean cuando ven la bandera española. Consecuencia: 45:19 en el kilómetro 10. Me parece una locura. Ni mis mejores previsiones pasaban por esto. Pero es muy difícil correr con la cabeza en un ambiente como este. Toda la calle es una auténtica fiesta. Además, los corredores aún van frescos y animan el cotarro. Voy levantando el brazo a todos los que me gritan por el nombre, algunos con un acento americano absolutamente cómico. Incluso algún Viva España de lo más patriótico.
En la milla 8 se juntan ya las tres líneas de corredores y enfilamos hacia la derecha Lafayette Avenue, en ligera subida hasta el kilómetro 15. Llego en 1:08:35, a un ritmo muy por encima del previsto. Voy 3 minutos por debajo de mi mejor previsión, y casi 7 por debajo de mi previsión más conservadora. Me encuentro bien, así que decido no pensarlo mucho y dejarme llevar con un cierto control.
Giramos a la izquierda por Bedford Avenue. Estamos en pleno corazón de Brooklyn. En mi opinión, exceptuando el tramo final de la Quinta Avenida y Central Park, esta es la parte más bonita de la carrera. La calle se estrecha bastante y sientes al público muy cerca a ambos lados del recorrido. Escucho a lo lejos los acordes del Gloria, de Van Morrison. La voz inigualable del León de Belfast me ha acompañado en muchos de mis días de entrenamiento. Desde sus canciones más cañeras y rítmicas en los entrenos más rápidos, hasta sus melodías más poéticas en los rodajes largos y lentos de los domingos. Me viene a la memoria una mañana de agosto en Estocolmo, amaneciendo en la isla de Djurgarden, escuchando mis pisadas en la grava y el Hymns to the Silence del maestro Morrison. Todo eso y mucho más tienes tiempo de recordar durante un maratón. Saludo con el pulgar en alto al Van Morrison de Brooklyn, y este me responde señalándome con su índice desde lo alto del escenario instalado en la acera, a la derecha de la calle. Gracias amigo, con esto tengo para un par más de kilómetros.
Ahora viene la anécdota tonta del día. Sobre el kilómetro 18 veo entre el público a dos chicas sosteniendo una ikurriña. Me emociono un poco y les grito ¡Aúpa Euskadi! Las tías empiezan a gritar y a saltar mientras buscan con la mirada al corredor que les ha gritado. Cuando me acerco veo que en el centro de la bandera hay un mapa con los siete territorios euskaldunes y la palabra Euskal-Herria. Las tías me localizan y al verme la camiseta con la banderita española van parando de saltar y gritar poco a poco, casi a cámara lenta, con cara de perplejidad. Cuando ya he pasado escucho a mi espalda que una de ellas me dice: ¿pero tú de qué vas, gracioso? Juro que no fue mi intención ofenderlas, pero esta pequeñas miserias de los nacionalismos domésticos se ven tan ridículas a 8000 kilómetros de casa que no pude reprimir la risa.
Entramos ahora en la parte más monótona del recorrido. Esta es la zona de los judíos hasídicos, de negro, con sus largas barbas y sus tirabuzones cayendo de las sienes. Como ya imaginareis, estos no animan ni ostias. Más bien al contrario, casi te parece que estás profanando Tierra Santa, corriendo por allí en pantalón corto y tirantes. Un sacrilegio. Sólo son unos minutos porque muy pronto estás atravesando el Pulaski Bridge que une Brooklyn y Queens. Justo al inicio del mismo pasamos la media maratón: 1:37:15. 3 minutos por debajo del tiempo que marqué en la maratón de Viena en Abril. Me asusto un poco, pero la verdad es que me encuentro bien. La temperatura es perfecta, sobre 12 grados, nublado y sin lluvia. Vamos pa’lante.
Los 4 kilómetros aproximadamente que discurren por Queens no tienen mucha historia. Hay gente, pero menos que en Brooklyn. La zona está un poco desangelada. Hay una parte que es una especie de polígono industrial, pero pronto enfilamos el Queens Boulevard que lleva directo a Manhattan atravesando el Queensboro Bridge. Aunque corremos por los carriles inferiores del puente, puedes ver a la izquierda el edificio de Naciones Unidas, el Empire State, el Chrysler Building… un espectáculo. Paso el kilómetro 25 en 1:56:27. Sigo más de dos minutos por debajo de mi mejor previsión. Tengo bastante margen para hacer un tiempo digno. Ya sólo falta saber si aguantaré el ritmo o me dará un yuyu al final. Aflojo un poco en la subida del puente para comerme una barrita energética. El puente es largo y, como en el resto, no hay público animando. Por eso el contraste es brutal al entrar en Manhattan. Tomas una curva cerrada hacia la izquierda, luego otra a la derecha y enfilas la Primera Avenida a la altura de la calle 59. Aquí ya te puedes volver loco. En la acera izquierda llega a haber hasta 8 filas de espectadores. El griterío es ensordecedor. Miles de personas agolpándose contra las vallas y animando a los corredores. Esta es la zona en la que la mayoría de los corredores de fuera de Nueva York quedan con sus familiares que se alojan en hoteles de Manhattan. Esto les permite volver a verlos pasar al final de la carrera, en la Quinta Avenida o en Central Park. Irene y Rosario me están esperando justo después de la curva, pero hay tantísima gente que no consigo verlas, aunque ellas a mi sí. Me quedo un poco decepcionado al cabo de un kilómetro, cuando ya sé que las he pasado. De todas formas, sigo corriendo por el lado izquierdo de la avenida, donde encuentras el ánimo de miles de desconocidos que te empujan a cada metro, en cada zancada. Esta es la zona donde, como se dice en el argot, empiezas a recoger cadáveres, donde se pagan las alegrías de los primeros kilómetros, donde espera el hombre del mazo. Aquí te encuentras el famoso muro que tan bien conocen todos los que se han enfrentado a un maratón. Yo comienzo a notar el cansancio, pero para mi sorpresa me mantengo en ritmos buenos de 4:40 o 4:45 el kilómetro. Empiezo a pensar que lo puedo conseguir!!!
Paso el kilómetro 30 en 2:20:03. Sigo dos minutos y medio por debajo de mi mejor previsión. Sé que voy a sufrir al final, pero, salvo catástrofe, tengo un margen importante. Va a merecer la pena la agonía de los últimos kilómetros. Tengo cerca bajar mi récord. A la altura de la calle 110 empieza a haber bastante menos gente en las aceras. Esto se compensa porque voy adelantando a muchos corredores, y eso también anima. Salimos de Manhattan hacia el Bronx atravesando el Willis Avenue Bridge. Justo delante de mi una chica se tropieza sola y cae al suelo. Casi me la como. Mientras le ayudo a incorporarse me dice que está bien y que siga. A la salida del puente una anciana de unos 80 años toca una gaita escocesa, allí sola, en medio de la nada, con sus ojitos cerrados. Imágenes de Nueva York. Lo siguiente no tiene desperdicio. Sobre el kilómetro 32 adelanté a un negro muy delgado y altísimo vestido de guerrero Masai. Pienso por un momento que es una alucinación fruto del sobresfuerzo. Por la tarde, descansando ya en el hotel, no estaba seguro de haberlo visto o si lo había imaginado. Hasta que el lunes vi su foto en el New York Times. Un grupo de celebrities americanas corren en favor de una fundación para la conservación de la reserva Masai Mara en Kenia. El tipo lleva todos sus abalorios indígenas y hasta su lanza de guerrero. Eso sí, calza unas zapatillas New Balance de puta madre. Mientras me alejo del keniata, lo imagino entrenando en las inmensas llanuras africanas, corriendo delante de un leona o un guepardo, mientras entona los cánticos de su tribu. Joder, lo que hace el cansancio.
Tras menos de dos kilómetros de recorrido por el Bronx, que tampoco es cosa de arriesgarse mucho, volvemos hacia Manhattan por el Madison Avenue Bridge. Justo antes me encuentro a un gallego que venía conmigo en el autobús. Es un chico de 26 años que corre su primera maratón. Me dice que va bien de pulsaciones pero que tiene una pierna bastante cargada. Vamos juntos hasta el kilómetro 34 y luego me dice que no puede seguir el ritmo y se queda. Enfilo la Quinta Avenida ya en dirección sur hacia la meta. Paso el kilómetro 35 en 2:44:53, casi un minuto y medio por debajo de mi mejor previsión. Voy perdiendo poco a poco el margen adquirido en los primeros 25 kilómetros. Ya me noto bastante fatigado. Sé que he bajado el ritmo, pero también es cierto que menos de lo que esperaba. Sé que, salvo lesión, voy a llegar en un buen tiempo para mí. Es un momento duro mentalmente, porque veo que estoy cerca de bajar mi marca pero no estoy seguro de si voy a ser capaz. Durante unos instantes dudo entre seguir tirando al límite de mis fuerzas o dejarme ir a un ritmo un poco más cómodo y menos agónico. Pienso que quedan siete kilómetros y me flojea un poco la cabeza. Estamos en pleno barrio de Harlem. Hay gente, pero tampoco demasiada. Bordeamos por la derecha una especie de plaza ajardinada a la altura de la calle 124. A mi lado va un americano bastante tocado mascullando: Fucking wall, fucking wall (jodida pared, para los no iniciados en la lengua de Shakespeare). Tiene toda la razón: a esta parte de la Quinta Avenida no suelen llegar paseando los turistas porque el tramo de los museos queda bastante más al Sur. Es una subida larga y pronunciada, de más de dos kilómetros, que cuando llevas casi tres horas corriendo te parece el Himalaya. Pero entonces se hace el milagro. Cuando ya no recuerdas el gentío que te animaba en los primeros kilómetros, vuelve a aparecer una marabunta de gente a ambos lados de la avenida. Como aquí no hay vallas la gente se mete dentro de la calzada y estrecha el paso de los corredores. Es una imagen que recuerda al Tour de Francia, con los espectadores jaleando a los ciclistas en la ascensión de los puertos míticos. Estoy muy jodido pero entro en una especie de analgesia general. Es algo difícil de explicar, pero que los que han corrido un maratón lo entienden perfectamente. Sabes que vas al límite pero durante un período de tiempo no te duele nada. Las endorfinas están trabajando en ese momento a pleno rendimiento para paliar el dolor. Si a eso le sumas un montón de desconocidos animando y gritando tu nombre la adrenalina se te sale por los ojos. Entras en un estado de excitación, en una suerte de euforia controlada que te impulsa un poco más lejos de los límites del cuerpo que tú conocías. Dura unos minutos, ni siquiera hasta el final de la carrera, pero lo suficiente para volver a creer en que lo vas a conseguir.
Entramos por la derecha a Central Park a la altura de la 86. Voy adelantando a mucha gente. Decido regular un poco hasta ver el cartel del kilómetro 40. Para mi sorpresa hay un montón de grupos de españoles. Trato de tirar un poco más fuerte porque sé que en este último tramo he perdido algo de tiempo. Entonces noto una contracción en la parte posterior de mi muslo derecho. Aflojo. Corrijo la zancada e intento estirar la pierna todo lo que puedo en cada paso. Entro en pánico por unos segundos. No me jodas, por favor, me faltan menos de tres kilómetros. Entonces empiezo a escuchar a alguien que grita mi nombre unos 40 o 50 metros por delante de donde estoy. Me sorprendo porque lo normal es que la gente te anime justo cuando pasas a su lado, cuando consiguen leer tu nombre en la camiseta. Lo localizo. Es un chico moreno de unos 35 años, español, con un barbour de color verde. Supongo que me ha visto pasar por otro punto del recorrido y me ha reconocido de lejos por la camiseta. Vamos, José Manuel, vamos, vamos, sí que puedes, claro que sí, vamos José Manuel, ya lo tienes, un poco más, vamos campeón… así durante unos segundos emocionantes y eternos hasta que me alejo y el griterío no me permite seguir oyendo sus gritos de apoyo. No sé explicar el porqué pero dejé de notar el dolor en el muslo. Me hubiera gustado poder darle las gracias al final de la carrera, porque en ese momento no pude ni levantar el brazo para saludarlo. Aunque creo que con la mirada se lo dije todo.
Kilómetro 40. Llevo 3 horas, 9 minutos y 18 segundos corriendo. Todavía 42 segundos por debajo de mi mejor previsión. Ahora sé que lo voy a conseguir, aunque cruce cojo la meta. Sólo me falta ver a mis princesas, pero creo que va a ser difícil porque hay muchísima gente. Ni siquiera sé si habrán conseguido encontrar un sitio en la zona que quedamos que me estarían esperando, en Central Park South. Llevan un par de banderitas brasileñas que conseguimos ayer, en honor a mi gata carioca, para que las pueda distinguir mejor entre el público. Paso el kilómetro 41 y salgo del parque girando a la derecha. ¡Dios, qué cantidad gente! La acera de la izquierda, en la que deberían estar, está abarrotada. No voy a conseguir verlas. De repente, a unos 50 metros, veo dos banderitas brasileñas saliendo entre las cabezas. ¡Ahí están! Me abro hacia la izquierda de la calle, con cuidado de no tropezar con nadie, para poder verlas mejor y mandarles un beso. Quiero pasar muy cerca. Ya casi estoy… ¡Ostia, no son ellas! Es una negrita, regordeta, gritando mucho y sonriendo. ¡Qué bajón, Dios mío! Ya no las veo, seguro. Creo que se me está cayendo una lágrima, aunque no estoy seguro que me quede algo de líquido en el cuerpo. Joder, qué pena, pero tengo que llegar. Levanto otra vez la vista del suelo. Buffff, queda más de lo que pensaba. La calle es más larga de lo que imaginaba. Todavía me deben faltar 400 metros hasta el giro de entrada de nuevo a Central Park. Me están entrando ganas de llorar otra vez. Para colmo, un tío se acaba de desplomar delante de mí. Intenta levantarse y se vuelve a caer mareado. Una chica de emergencias médicas le grita desde la acera que se no se mueva, mientras trata de acercarse. ¡Qué bajón, lo que faltaba! Es un shock ver algo así cuando estás llegando. Y de repente, el último milagro. Otras dos banderitas brasileñas. Me acerco un poco más. Son ellas¡¡¡¡¡¡ Rosario me ve de lejos y avisa gritando a Irene. Saltan y me animan como locas. Sólo me faltaba ese último aliento. Ahora ya puedo llegar, aún más feliz. Paso muy cerca de ellas, beso la gorra que me quitado unos minutos antes y se la lanzo. Giro a la derecha y entro en la recta final de Central Park. Ahora vuelo. El muslo se me vuelve a contraer, pero ya da igual. Entraré a gatas si hace falta. Ya veo la meta. Un americano rubio grandullón grita mi nombre por última vez: Come on, Jose Manuel, you did it!!!!
Se acabó. 3 horas, 19 minutos, 24 segundos. He bajado mi marca de Viena casi 4 minutos. Ni en mis mejores sueños lo imaginé. Cuando te paras después de ese tiempo corriendo hay un momento que pierdes un poco el equilibrio. Una chica me pone una medalla. Sigo andando despacio. Otra voluntaria médica me pregunta si estoy bien. Le contestó que mejor que nunca. Paso por el photo call y me hacen una foto: exhausto pero feliz. Sigo caminando. Me dan una bolsa con una toallita, agua, bebida energética, una manzana, frutos secos y una barrita de cereales. Una señora me pone una especie de plástico reflectante de color plata para evitar la hipotermia. Hay un silencio impresionante, sólo roto por aplausos de los voluntarios, un well done,boys, y algunos sollozos. Esta es una de las imágenes más potentes de la llegada que me han quedado en la retina: los corredores y corredoras caminando lentamente, como zombis, balanceándose un poco, en silencio, con el lado plata de los plásticos brillando bajo el sol, y de vez en cuando un sollozo, un gemido, un llanto ahogado. Detrás de muchas de estas personas hay una pequeña o gran historia, una promesa, un reto personal. Esta especie de trance sólo dura un par de minutos. En cuanto los corredores se recuperan un poco comienzan a hablar y se rompe esa especie de encantamiento. Me acerco a una señora que me ofrece un botellín de agua. Me paro a su lado y me dice que hace 17 años que colabora como voluntaria en la llegada del maratón, y que se sigue emocionando cada año como el primero. Al lado hay un hombre de unos 50 años sollozando. La mujer le pone la mano en el hombro derecho, se agacha y le pregunta si se encuentra bien. Me pareció entender que había perdido un hijo militar en acto de servicio hacía 9 meses. Sigo caminando. Llego hasta el camión donde me entregan mi bolsa. Salgo del parque a la altura de la calle 81. Encuentro un banco para ponerme ropa seca. Rosario ha pintado una camiseta para darle una sorpresa a Irene. Me la pongo y comienzo a bajar por Central Park West hasta la calle 63, donde he quedado con ellas. Tardo más de media hora en llegar. La gente me iba felicitando por la calle. Por un momento te crees que has ganado. Bueno, en realidad todos los que llegan han ganado.
Por fin llego. Allí están. Me ven cruzando la calle. Me abrazo a ellas. A Irene le ha encantado la camiseta de recuerdo que le hemos preparado. Les doy las gracias también a ellas por sus ánimos. Sobre todo a Rosario, por toda su paciencia y las muchas horas de espera mientras entrenaba para llegar aquí en condiciones. Os quiero mucho.

lunes, 12 de enero de 2009

NÁPOLES, LA CIUDAD DE LOS MILAGROS

A los pies del Vesubio, frente a una de las bahías más bellas del mundo, Nápoles resiste. Desde los tiempos en que la cantaba Homero, la capital de la Campania ha protagonizado su particular odisea sobreviviendo a erupciones volcánicas, hambrunas y epidemias. Las sucesivas dominaciones griega, romana, bizantina, francesa y española convirtieron Nápoles en un mosaico cultural irrepetible. Ni el fascismo, ni los bombardeos de la Segunda Guerra Mundial, ni la corrupción urbanística, ni la violencia mafiosa han conseguido arruinar su impresionante patrimonio artístico, milagrosamente conservado.

Sin ser Roma, Florencia o Venecia, quien pretenda aquí deslumbrarse con iglesias, museos o palacios también lo conseguirá. Sin embargo, no es esa la esencia de Nápoles. Esa misma capacidad de resistencia permite que convivan en ella múltiples contradicciones. Es la ciudad pecadora que se emociona y reza dos veces al año ante la sangre licuada de San Genaro. Es la ciudad ruidosa y chabacana cuyo amor por la ópera no conoce clases sociales. Es la cuna de la canción popular italiana que también vio nacer a Enrico Caruso. Es el paraíso de las falsificaciones made in China en el que sobreviven maestros artesanos y anticuarios. Así es el alma de Nápoles, un lugar en el que se alternan de manera natural y asombrosa la pasión y la razón, el arte y la chapuza, el refinamiento y la vulgaridad.

La vitalidad de esta ciudad pulveriza los tópicos sobre la Italia meridional. Uno de ellos se refiere a su tráfico caótico. La realidad en color de hoy supera la ficción en blanco y negro de sus películas de los años 50. Superado el susto inicial al salir del aeropuerto, uno intuye la existencia de códigos secretos entre conductores, motoristas y peatones napolitanos que, San Genaro mediante, los protegen milagrosamente de un mayor número de accidentes. Un enjambre permanente de motorinos culebrea entre los coches en las principales calles sin que nadie se ponga nervioso, excepto el visitante poco avezado. Hay que relajarse y disfrutar, porque en Nápoles el museo-espectáculo está en la calle. Perderse en su casco histórico permite encontrar librerías antiguas con joyas que huelen a polvo y papel húmedo, obras de arte en las aceras con forma de belenes napolitanos, y luthiers trabajando en sus talleres a la vista de los viandantes. Todo en ello en medio de un bullicio electrizante que empequeñece otro de sus tópicos: los napolitanos no hablan, gritan. Eso sí, con un acento cantarín que lo hace divertido… hasta que necesitas descansar. Es el momento de uno de sus cafés. Si a uno le abruma el archifamoso Gambrinus, imaginando que en la misma silla pudo haberse sentado Gabrielle D’Annunzio u Oscar Wilde, mejor optar por cualquier terraza de la coqueta Piazza Bellini. Allí sentado, mientras observo la riada de gente que camina frente a mí, me sigo preguntando por qué en esta ciudad, pobre y cubierta por el manto invisible de la camorra, la gente sonríe tanto. Como no hallo la respuesta en este lugar pagano, acudo a uno santo: a escasos metros del tumulto de Vía Benedetto Croce, en el claustro del convento de Santa Clara se hace milagrosamente el silencio. Cierro los ojos y veo a Sofía Loren vestida de monja. Es el último milagro napolitano.

ANTE LA TUMBA DE STEFAN ZWEIG

ANTE LA TUMBA DE STEFAN ZWEIG


A miles de kilómetros de distancia, leí en la edición digital de Diario de Mallorca la noticia sobre la quema en Palma de una bandera española por unos encapuchados, y las posteriores declaraciones de un individuo, que vive de un sueldo público, hablando de telas, trapos y libertad de expresión. Tras esto, se hizo un estruendoso silencio, casi unánime, de partidos políticos, sindicatos, opinión pública y sociedad civil en general. Sólo en los foros de internet el asunto ha provocado indignación y también unos cuantos exabruptos. Imagino que la razón de tanta pasividad es quitarle hierro a un acto aislado provocado por un par de jóvenes exaltados. Es fascinante la capacidad humana para olvidar y no aprender de los errores del pasado.

Todas las manifestaciones de violencia intimidatoria basadas en motivos políticos siguen un mismo patrón desde hace décadas. Los profesionales del odio y la intolerancia actúan igual en todo el mundo. En nuestro caso, tenemos un ejemplo doloroso y cercano. El independentismo radical vasco ha conseguido desarrollar durante los últimos treinta años un modelo casi perfecto de amedrentamiento de toda una sociedad por parte de una minoría. La violencia se va administrando en dosis progresivas para no traspasar el umbral de paciencia de la mayoría, muy superior numéricamente, pero cada día más aletargada ante la barbarie de unos pocos. Lo viví hace veinte años, pero tengo el recuerdo muy fresco. Como los agoreros siempre han estado mal vistos, terminaba calando aquello de Jarrai como “la juventud vasca alegre y combativa”. Utilizar a los asociaciones de estudiantes como tropa de asalto es un invento viejo. Se les ocurrió a los líderes del partido nacional-alemán a finales del XIX, y tan brillante idea inspiró años después las camisas negras de Hitler. Los jóvenes universitarios de Ikasle Abertzaleak reventaban las fiestas y decidían por el resto cuándo había algo que celebrar. También muchos rieron el ingenio de Arzalluz cuando convirtió a los patriotas descarriados en “los chicos de la gasolina”. Todo se explicaba por el carácter rebelde de la juventud y era una expresión más del “conflicto”. Hasta que un día, el tránsito desde la quema de contenedores hacia el tiro en la nuca dejó de ser excepcional.

Ese tipo de violencia, por definición, nunca es puntual, sino expansiva. Como existen diferentes niveles de tolerancia a la misma, así también se van modulando la gravedad y la intensidad de los actos y expresiones violentas. Pero siempre con la idea de ir generando una inmensa zona tumefacta en el cuerpo social, en la que cada vez se pueda golpear con más fuerza y la respuesta sea menor. Se va asentando así entre nosotros una idea de violencia política tolerable, asumible, propia de una democracia avanzada, madura, tan consolidada que nunca se podrá ver amenazada por una minoría. Y así van pasando los días, sin alterarnos demasiado, entre conferencias universitarias reventadas, quema de fotos del Jefe del Estado, amenazas a periodistas, profesores y escritores, gritos de !Muerte al Borbón!, y quema de banderas. De momento, estos actos provienen de la extrema izquierda y del nacionalismo independentista. Si perseveran ante la pasividad de la mayoría, no tardaremos en escuchar al otro lado los de !Arriba España! y !Rojos al paredón!. Todo amparado por la sacrosanta libertad de expresión y la fortaleza magnánima de nuestra democracia. Algunos, por cobardía, ignorancia o ambas cosas, tratan de presentar todo esto como un debate entre monarquía y república, o entre el nacionalismo español y el catalán. Nada más lejos de la realidad. Lo que está en juego es el sistema de convivencia que nos hemos dado la inmensa mayoría. La única defensa del mismo está en la Ley y en la nula tolerancia ante los intolerantes, desde el primer momento y ante el primer ataque. Sólo así se puede evitar el debilitamiento moral, la indiferencia y la progresiva desaparición de una conciencia cívica capaz de enfrentar el fanatismo intimidador de unos pocos. Exactamente lo que ha sucedido en el País Vasco.

Toda esta reflexión les podrá parecer a algunos, o a muchos, exagerada o demasiado pesimista. Hace unos días visité la tumba de Stefan Zweig en Petrópolis. Allí, en Brasil, vivió sus últimos cinco meses este judío cosmopolita que dedicó su vida y su obra a la defensa a ultranza de la libertad interior, y a la construcción de una conciencia política y cultural europea. Y allí concluyó su ensayo autobiográfico “El mundo de ayer. Memorias de un europeo”. En él se reprocha a sí mismo no haber reparado a tiempo en su juventud en los peligrosos cambios que se avecinaban, convencido que el grado de cultura y civilización que habían alcanzado Austria y Europa frenaría por sí solo el avance de un grupúsculo de nacionalistas fanáticos. Se suicidó el 22 de febrero de 1942. Antes dejó escrito:”No veíamos las señales de fuego en la pared: sentados a la mesa como antaño el rey Baltasar, saboreábamos, despreocupados y sin temer al futuro, los exquisitos manjares del arte. Y tan sólo varias décadas más tarde, cuando las paredes y el techo se desplomaron sobre nuestras cabezas, reconocimos que los fundamentos habían quedado socavados ya hacía tiempo y que, con el nuevo siglo, simultáneamente había empezado en Europa el ocaso de la libertad individual”.