Mi teléfono móvil sonó en mitad de uno de los salones del Hofburg, el Palacio Imperial de Viena, mientras Irene admiraba con su carita de niña alucinada la colección de joyas de la emperatriz Sissi. Era el 20 de abril de 2009, sobre las once de la mañana, y me llamaba mi amigo Eduardo Linares para felicitarme porque el día anterior había completado en esa ciudad mi primer maratón internacional, y por primera vez por debajo de las tres horas y media. Los dos anteriores, en Palma, los había corrido con él, así que era mi padre espiritual en esto de las carreras de fondo el que celebraba mi “emancipación”. No contento con ello, añadió una nueva provocación: él ya estaba inscrito para el próximo maratón de Nueva York en noviembre, y me proponía que lo acompañara. Al final hizo de Capitán Araña, porque él no pudo ir a correr a la Gran Manzana, y yo sí. Y allí me enteré de qué era aquello de los cinco Majors, las cinco carreras más importantes del mundo para los maratonianos. El bueno de Luis Hita, responsable de Marathinez, la mejor agencia en España especializada en estos viajes, me explicó cómo se habían asociado las organizaciones de los maratones de Nueva York, Boston, Chicago, Londres y Berlín, para crear una marca que englobara las cinco mejores carreras del mundo. También me enteré de lo difícil que era conseguir el dorsal para algunas de ellas, en especial Nueva York, Londres y Boston. Seis meses después de correr en Viena ya le había dado el mordisco a la Gran Manzana, y me hacía ilusión ir pensando en hacer poco a poco las otras cuatro.
El reto, o la locura, de hacerlas seguidas, es decir, en menos de dos años, empezó a gestarse al bajar del avión que nos traía de Nueva York a Madrid. Luis ya me había comentado lo complicada que era la inscripción para Londres. Es un evento deportivo pensado por y para los británicos, y orientado básicamente a recaudar fondos para las charities, organizaciones que obligan a pagar un auténtico dineral a los participantes para contribuir con causas benéficas. Los dorsales disponibles para extranjeros son muy escasos y hay tortas para conseguirlos. A falta de seis meses para el maratón, Marathinez ya los tenía adjudicados hacía tiempo. Pero mientras esperábamos el equipaje en la cinta de Barajas, Luis me confirma que le ha quedado uno disponible y me lo ofrece. Le digo de inmediato que cuente conmigo, y entonces, en el avión de Madrid a Palma, consciente del golpe de suerte que acabo de tener, me planteo medio en broma la posibilidad de hacer los cinco Majors seguidos. Era el 5 de Noviembre de 2009. El 9 de Octubre de 2011, 23 meses y una semana después de cruzar la meta en el Central Park de Manhattan, la broma dejó de serlo y se convirtió en realidad.
En abril de 2010 corrí el maratón de Londres. En septiembre de ese año volé, a mi modesto nivel, por las calles de Berlín. Poco después, en abril de 2011, recorrí los 42 kilómetros que separan el pueblo de Hopkington del centro de Boston, y el 9 de octubre crucé la meta del Grant Park en Chicago. Lo acabo de escribir en cuatro líneas, pero los que se han enfrentado alguna vez al reto de correr larga distancia saben los miles de kilómetros que hay detrás de esto, las suelas desgastadas de decenas de pares de zapatillas, el sacrificio y las privaciones de otras muchas cosas que también nos gustan a los que corremos, o al menos a mí: pasar más tiempo con los amigos, ir al cine, leer, beber cervezas y gintonics, comer chuletones, dormir hasta tarde los fines de semana, etc.
Chicago era el último para completar este reto personal. Me gusta pensar que casi todo tiene un sentido en la vida. Quizá por eso tuvo que ser el final tan dramático, tan agónico, tan sufrido, tan doloroso. La ciudad es fantástica, el recorrido totalmente llano, el ambiente espectacular, y la organización excelente. Es un evento muy yanki en el mejor sentido de la expresión, y el público se vuelca con los participantes.
Llegué muy bien de forma, sin problemas físicos de importancia, descansado y animado para correr. No tenía la intención de mejorar mi marca. Salía sin presión y a disfrutar de la carrera. El día antes del maratón salí a rodar muy pronto media hora por la orilla del Lago Michigan. Me encontré fenomenal, y lo único que me preocupaba era el calor que podía hacer al día siguiente en la parte final de la carrera.
En Nueva York, Londres y Boston, las horas previas al maratón son bastante engorrosas. Hay que levantarse muy pronto para llegar hasta la salida por las restricciones del tráfico, y esperar un buen rato, a veces con frío o lluvia, a empezar a correr. No es lo más aconsejable antes de una paliza como la que te espera, pero es parte de la liturgia de estas carreras tan grandes. En Berlín y Chicago, si te alojas en un hotel cercano a la salida, todo es mucho más cómodo, y así fue en este caso. Salimos del hotel a las 6:30 de la mañana, solo una hora antes del inicio del maratón. Aunque estábamos a poco más de un kilómetro de la salida en el Millenium Park, nos acercaron en un minibus. Sinceramente, nunca había estado tan tranquilo y relajado antes de un maratón, ni con tanta confianza y tantas ganas de correr y disfrutar. Nada más llegar al corral A de la salida, me encuentro a mi amigo Alfredo Mus, el otro mallorquín a punto de culminar también la gesta de los Majors. Por primera vez en uno de estos grandes maratones no dejé nada en el guardarropa para cambiarme después de la carrera, ni tampoco un móvil, porque el hotel estaba cerca, no haría frío, y habíamos quedado con Cristina y con Cati, la mujer de Alfredo, cerca de la meta.
Himno americano y enseguida el pistoletazo a las 7:30 en punto. Salgo muy bien, cómodo y sin agobios. La avenida, Columbus Drive, es muy amplia y en este primer cajón sólo estamos 1500 de los 44000 participantes. No hay empujones, ni tropezones, ni cambios bruscos de ritmo para buscar la mejor zona para correr. La temperatura es buena, sobre quince grados, y sopla un poco de brisa a la espalda, desde el sur. He decidido no controlar el tiempo cada kilómetro, sino cada cinco, para no agobiarme demasiado con el ritmo. En el primer kilometro nos metemos en un túnel bastante largo que hace que se pierda la señal de GPS en el reloj Garmin. Por eso tengo que ir corriendo un poco a ojo al principio, hasta que llegamos al kilómetro 5. En este tramo hay seis giros de 90 grados por varias de las principales calles del Loop, el centro histórico de Chicago con su famoso tren elevado. Paso en 20:17, un pelín rápido sobre lo previsto, pero nada exagerado según el test que había hecho la última semana. Voy muy cómodo, pero me acuerdo de Boston y decido regular un poco más para no pagarlo al final. Sobre el kilómetro 7, en Lasalle Street, veo a Cris y a Cati por primera vez, mejor dicho, me ven ellas porque es una zona donde hay muchísima gente y un griterío tremendo. Sigo muy fácil, en dirección hacia el norte, por una zona residencial muy bonita y tranquila, pero con bastante público animando. Estamos atravesando el Lincoln Park, y en algún tramo en el que clarean los árboles se puede ver el lago Michigan a la derecha. Justo a la salida dejo atrás el kilómetro 10, y paso el segundo 5000 en 20:35. Casi estoy clavando el ritmo previsto. Pero sin saberlo, ya estoy empezando a cavar mi tumba. Hay mucha sombra porque es muy pronto todavía y corremos entre los imponentes rascacielos cercanos a la Avenida Michigan, pero yo estoy preocupado pensando en el último tercio del maratón, cuando el sol esté más alto y corramos por una zona mucho más despejada, con una previsión de temperatura por encima de 24 grados y un 70% de humedad. Así que voy bebiendo en cada uno de los 20 puestos de avituallamiento, es decir, cada poco más de dos kilómetros. Error fatal, de corredor principiante, de autentico novato, cuando he estado preparando este maratón en pleno verano en Mallorca, entrenando muchos días por encima de 30 grados y un 80% de humedad, y en las tiradas más largas tomaba bebida isotónica cada 5 kilómetros aproximadamente.
Sigo a un ritmo constante y con buenas sensaciones. Sobre el km 18 vuelvo a ver a Cris y a Cati en Wells Street. Cris me saca una foto y cuando la veo por la tarde, ya en el hotel, me sorprendo por la zancada tan larga y ligera que llevo en ese kilómetro. Atravesamos el río Chicago por uno de los puentes más bonitos de la ciudad, dejando a la derecha uno de los edificios más espectaculares y famosos: el 333 de Wacker Drive, una inmensa fachada curvilínea de vidrio que refleja el agua y los edificios de la otra orilla. Poco después paso la media maratón en 1:27:22, algo mejor de lo previsto y con margen suficiente para bajar tranquilamente de tres horas. Pero muy poco después, casi de repente, algo empieza a no ir del todo bien. Ya no voy tan cómodo, bajo el ritmo y el parcial del km 20 al 25 lo hago por encima de 21 minutos. No me parece nada alarmante porque sigo con mucho margen y no me hace falta arriesgar cuando falta un mundo aún para la meta. Aflojo la zancada, pero lejos de recuperarme cada vez me encuentro peor sin ninguna explicación. Y aquí viene lo gracioso, si no fuera por las consecuencias finales: pienso que me estoy deshidratando y empiezo a beber más. Ya me he tomado tres geles como tenía previsto, pero parece que no es suficiente. Además, empiezo a notar que me cuesta asimilar el líquido, aunque aún no me noto hinchado. Las piernas de repente me pesan muchísimo y me empieza a costar respirar corriendo a un ritmo muy por debajo del normal para mí. Antes del kilometro 29, atravesando Little Italy, me paro unos segundos en uno de los avituallamientos. Intento respirar profundamente y beber sin prisas para recuperarme un poco. Siete maratones previos y decenas de entrenamientos de 30 kms te dan la experiencia suficiente para conocer tu cuerpo y tus sensaciones en carrera, pero en ese momento no entiendo nada de lo que está ocurriendo en mi organismo. Tengo la boca pastosa pero soy incapaz de tragar agua, y la tengo que escupir al suelo. Los músculos se me están empezando a bloquear por completo. Ya estoy haciendo kilómetros por encima de 4:40, un ritmo teóricamente muy cómodo para mí, pero soy incapaz de mantenerlo. En ese momento me olvido totalmente del tiempo que voy a hacer y me concentro sólo en intentar llegar a la meta. Me da igual hacer cinco o veinte minutos más, pero tengo que conseguirlo como sea. El sol empieza a pegar más fuerte y me quedan 13 kilómetros. Al pensarlo me vienen unos segundos de hundimiento psicológico total. Sé que lo que me está pasando no es normal y decido andar un poco. Empiezo a correr otra vez, bastante lento, y unos metros después me pasa Alfredo y me dice que me enganche a él. Le digo que siga tranquilo. Va muy bien, con un buen ritmo, y pienso que va a bajar de las tres horas, como así fue.
Tengo la piernas totalmente agarrotadas y acabo de pasar el kilometro 30 andando. Miro el parcial de los últimos 5 kilómetros: 22:56. No puedo ni pensar en el sufrimiento que me espera. Es el momento de retirarse. Eso era lo lógico, lo razonable, lo cabal y, sobre todo, lo prudente. Pero estaba allí, en el sur de la ciudad de Chicago, cruzando el campus de la Universidad de Illinois, tan cerca y tan lejos al mismo tiempo de completar este pequeño sueño. No quiero que suene a disculpa, o a justificación, pero no me considero ningún tarado irresponsable. Tengo una hija, padres y personas que me quieren y a las que quiero mucho. Y en ese momento los tuve presentes a todos: pensé seriamente en retirarme. Sin embargo, es increíble como en una situación tan agónica como esa, en semejante estado de confusión mental y bloqueo físico, te puedes llegar a acordar con tanta claridad de las personas que te han acompañado y te han ayudado en ese camino de miles de kilómetros corriendo hasta llegar allí, en mitad de Ashland Avenue, a 12 kilómetros de la meta del maratón de Chicago. Esos 12 kilómetros, la misma distancia que suelo rodar un lunes para soltar las piernas después de haber corrido 30 el domingo, en ese momento me parecían imposibles de completar andando. En cualquier otro maratón estoy seguro que me hubiera parado allí mismo. Sabía que algo no iba bien, que no era normal aquel bajón tan brusco que había sufrido, pero también me acordé de todos los sacrificios que había hecho para llegar hasta allí, de las renuncias, del tiempo invertido, y también, por qué no reconocerlo, pensé en el dinero gastado en esta aventura, privándome de otras cosas para poder afrontarla. Había que atravesar la meta, jodido, andando si hacía falta, pero llegar. Al menos lo iba a intentar con todas mis fuerzas.
Sobre el kilómetro 33 dejo Halsted Street y giro a la izquierda por una avenida que sube unos dos kilómetros en dirección noreste. Levanto la vista a mi izquierda y observo la torre Sears a lo lejos. Es el segundo rascacielos más alto del mundo. El primero está en Taiwan. Y en mitad de aquella agonía me parece que la torre Sears también está en Taiwan. Estoy atravesando Chinatown. Me han enviado una foto que me tomaron en Wentworth Avenue con una inmensa pagoda justo detrás de mí, pero no la vi. Tardo casi 27 minutos en recorrer del kilómetro 30 al 35. Es muy duro comprobar que son 10 minutos más que mi mejor marca en un 5000, pero trato de animarme pensando que es imposible para mí ir más lento. Nuevo error: es perfectamente posible para mí ir muchísimo más despacio, y lo voy a poder experimentar inmediatamente.
Antes del km 35 ya he tenido los primeros amagos serios de calambres en los gemelos, algo que no me había sucedido nunca en un maratón. Pero no han sido nada en comparación con los espasmos musculares que empiezo a sentir ahora. Pienso en el calvario de 7 kilómetros que tengo por delante y me pongo a temblar. Por primera vez en mis ocho maratones lloro de dolor, y no de emoción, antes de llegar a la meta. Es difícil de explicar, pero lo que siento no es cansancio, no es la percepción de agotamiento total del que está acabando sus reservas, o las ha acabado. Es otra cosa, es pura impotencia física, es la negativa de los músculos de tu cuerpo a seguir las órdenes del cerebro, aunque éstas sean amables y asequibles para un organismo teóricamente sano y entrenado. Echo un vistazo al crono pensando que he recorrido algo más de un kilómetro desde la última vez que lo miré, y solo he avanzado 300 metros. Estoy a punto de apagarlo, pero justo entonces doy un grito y me cago en la madre que parió este maratón. También aprovecho para cagarme en la puta hora en que se me va a ocurrir esta locura. Y en un penúltimo aliento, mi boca empieza escupir toda la sarta de tacos e improperios que conozco, y mis más íntimos saben que conozco muchos. Es evidente que aquí ya sólo puede entrar a funcionar el mecanismo irracional. Es ese punto de enajenación en el que dejas de hacer cálculos, de pensar con frialdad, de sopesar tus posibilidades, y ya sólo cuentan finos pensamientos del tipo “puto y cabrón maratón de Chicago, he llegado hasta aquí con mucho esfuerzo y tú a mí no me vas a tumbar”, y otras lindezas de este estilo que ahora me da bastante vergüenza escribir.
Enfilo el tramo final de Michigan Avenue hacia el norte, a la altura de la calle 35. Ahora ya pega un solazo de muerte, así que trato de buscar la sombra junto a la acera derecha. Delante de mí están retirando a un atleta en una silla, incapaz de mantenerse en pie. Desde aquí hasta la llegada veo otros cuatro o cinco en la misma situación, más que en ningún otro maratón en los que he participado. Cada vez que me cruzo uno es un golpe psicológico porque, por primera vez desde que corro, sé que yo estoy cerca de que me ocurra algo parecido. Vuelvo a andar unos minutos porque quiero intentar hacer corriendo los últimos kilómetros. Es todavía peor, otro error, porque cuando empiezo a correr de nuevo, las piernas inexplicablemente no me responden. Es como si fueran por libre, mi cerebro les envía una orden y ellas la interpretan de otra manera. La puntera de mi pie derecho se abre cada vez más a cada paso que doy. El gemelo izquierdo se me contrae. Lo intento estirar en el bordillo de la acera, pero no consigo nada.
El ambiente en estos grandes maratones es muy alegre, festivo incluso. El público anima mucho y la mayoría de corredores se apoya entre sí. Cuando digo la mayoría me refiero al noventa por ciento de los participantes que acaba por encima de las tres horas y media. Entre los atletas que van más rápido la cosa es distinta. Salvo excepciones, no suele haber malos rollos, pero la gente va totalmente a lo suyo. Pero a mí se me debía ver jodidísimo porque nunca me habían animado tanto, no sólo el público, sino los otros participantes. Llevo una camiseta que pone "BARQUERO" en el pecho, y no paran de llamarme por el apellido. Uno que me adelanta a toda velocidad hasta se detiene a mi lado para preguntarme si me encuentro bien. Le miento y le digo que sí para que siga, animándole porque ya le queda poco. Llego al kilómetro 40. He tardado más de 37 minutos en arrastrarme literalmente hasta allí desde el kilómetro 35.
En la milla 25 un voluntario se pone a mi lado. Es un hombre de unos 55 años, alto y rubio, con gafas. Tiene una voz grave. Me habla en inglés, pero no le entiendo bien. Tengo los oídos taponados, según me explican luego por la bajada de tensión. El grandullón me mira a los ojos mientras agita su puño cerrado moviéndolo hacia delante. Me imagino que me dice “vamos chico, ya lo tienes, lo has hecho”. Pero no lo tengo, no lo he hecho, todavía no. Me quedan dos kilómetros, que en esos momentos me parecen la distancia entre Mallorca y Chicago.
Desde ahí ya no paro de correr, o algo parecido, hasta el final. Pensaba que si me detenía ya no llegaría, y puede que en esto sí que acertara. Sorprendentemente, no hay demasiado público en ese tramo final de South Michigan Avenue, hasta que falta poco más de un kilómetro para meta. A partir de ahí es impresionante cómo están abarrotados de gente los dos lados de la calle, y cómo animan. Sigo arrastrándome intentando no dejar de trotar, aunque sea muy despacio, para evitar agarrotarme definitivamente. Mi mueca de dolor debe ser llamativa, porque nunca en mi vida he escuchado tantas veces gritar mi apellido. A falta de 500 metros se gira a la derecha por Roosevelt Road para entrar en Grant Park. Aquí está seguramente la única cuesta de todo el recorrido: unos 80 metros de un puente para pasar las vías del tren. Se acaba de caer un corredor unos metros por delante de mí. Intenta levantarse, pero las piernas se le doblan con las rodillas hacia dentro como si fueran de plastilina. Se agarra a las vallas para incorporarse, la gente le ovaciona, pero no puede andar y se cae de nuevo. Dos voluntarios, un chico y una chica, cruzan desde la derecha y lo sujetan por los hombros. Miro al suelo y me muerdo los labios. Estoy subiendo el puente muy despacio, intentando no pensar en lo que acabo de ver y no mirar lo que me queda por delante, pero levanto la cabeza y veo cómo se llevan a otro atleta en una silla de ruedas, con las piernas elevadas. Es justo debajo del cartel de la milla 26. No puedo evitar pensar que, después de esta agonía de 14 kms, me puede pasar lo mismo a mí. Todo este esfuerzo para quedarme a 300 metros de la meta. Consigo bajar el puente sin parar de correr, pero sintiendo que las piernas se me pueden quebrar en cualquier momento. Giramos a la izquierda y veo el arco de la llegada. Por primera vez en mis ocho maratones, rezo para poder llegar. Y lloro por segunda vez, pero esta vez de miedo. A pesar del estruendo, escucho una voz dentro de mí, pero no dice nada de “vamos, ya está, lo tienes, lo has hecho, es tuyo, ya has llegado…”. Cuando enfilo la última recta de Columbus Drive mirando hacia la meta lo único que oigo en mi interior es “Dios mío, por favor, por favor, que no me caiga ahora…”. Ya está. Atravieso la meta corriendo, con el gesto que había soñado tantas veces, aunque no en esas condiciones físicas, con la mano derecha levantada y los dedos extendidos: CINCO. Ahora sí. Lo he hecho. Sigo corriendo unos 10 metros más, no sé por qué, como si no hubiera tenido suficiente. Me paro y me doblo por la mitad, como si me partiera definitivamente. Estoy mareado. Si me quedaban unas milésimas de fuerzas, ya me han abandonado por completo al cruzar la alfombra. Miro el crono: 3 horas y 25 minutos. Cuando se va tan al límite se pierde por completo la noción del tiempo. Durante los últimos kilómetros, la última vez que lo calculé me imaginé que al final iba a tardar más de 4 horas. Me ponen la medalla y me sacan un par de fotos. Todavía, con mucho esfuerzo, puedo volver a levantar la manita. Hay bastantes voluntarios médicos. Se me acerca una chica de unos 25 años y me pregunta si estoy bien. Vuelvo a mentir y le contesto que sí, pero esta vez no cuela. Me pregunta si estoy seguro. Insisto en que sí. Me dice que beba algo pero le digo que no puedo. Trato de alejarme pero ella sigue a mi lado cogiéndome del brazo izquierdo. Le digo con un tono más convencido que no se preocupe, que ya me estoy recuperando, y me alejo unos metros. Me acerco a una valla, apoyo la cabeza, y pienso que lo único que quiero es tumbarme y quedarme dormido. Me siento muy lentamente y al segundo aparece de nuevo la voluntaria, que me había seguido vigilando a unos metros de distancia. Me obliga a levantarme rápidamente y a que no me quede parado. No sé qué aspecto debía tener, pero me sugiere que vayamos a una carpa muy cerca con servicios médicos. Entonces recuerdo que no he dejado nada en el guardarropa y que no tengo teléfono para avisar a Cristina. Seguro que Alfredo ya les ha contado que me ha adelantado mucho antes de la meta y que iba muy tocado. Ya estarán preocupados. Le doy las gracias a la voluntaria pero le digo que me están esperando. Me sigue hasta que salgo del recinto vallado de la llegada. Bajo unas escaleras con las piernas totalmente rígidas y casi me caigo. Unas señoras me están aplaudiendo. No puedo ni sonreír. Tengo las piernas como alambres y sigo mareado. Empiezo a ver mucha gente por la acera, creo que no voy a encontrar a mis amigos y no me siento capaz de llegar solo hasta el hotel. Para alejarme de la voluntaria he salido por una puerta distinta a la que habíamos quedado. Camino unos 200 metros como un zombi y al final los veo. Alfredo está sentado en la acera, y Cris y Cati están de espaldas, mirando en dirección al parque, por donde salen los corredores, buscándome. Aparezco por detrás y les llamo con el último aliento que me queda. Cris viene corriendo y me abraza. Apoyo mi cabeza sobre su hombro derecho y mis flamantes gafas Oakley customizadas, tan pijas, con mi apellido grabado en una de sus lentes, se deslizan torcidas sobre mi frente. Así postrado, el sol debe estar pegando de lleno sobre mi incipiente calva para componer la imagen perfecta del destrozo humano que soy en esos momentos. Ella me levanta la cabeza y me acaricia las mejillas. Intenta sonreírme pero yo noto la preocupación en su gesto.
Un minuto después estoy tumbado en la acera, gritando de dolor como un loco, con todos los músculos de mis piernas contracturados: las plantas de los pies, los gemelos, los tibiales, los isquios y, lo peor de todo, los cuádriceps. Estos últimos vi claramente como se contraían, como si tuvieran un alien en su interior, y se convertían en dos finas barras de acero. Yo no he parido nunca, pero el dolor no puede ser muy distinto a esto. Un policía negro, gordito, viene corriendo con su walkie y llama a un médico. Alfredo, Cristina y Cati me intentan masajear las piernas y me frotan con una bolsa de hielo que tenían. Es curioso cómo recuerda uno las cosas: de todo lo que sufrí durante y después de la carrera, creo que lo más duro de todo fue ver durante unos segundos la expresión de pánico e impotencia de Cristina cuando me oía gritar de dolor. A la pobre no le he podido dar un estreno peor en esto de los maratones. Le debo una, y bien grande.
Tardé un par de horas en empezar a encontrarme mejor. Lo que sufrí fue una hiponatremia, una bajada de los niveles de sodio en sangre debida a un exceso de hidratación. Tanto miedo al calor y quedarme deshidratado al final….y sucedió lo contrario. Fue un susto gordo porque cuando llegué a la meta, en lugar de ir recuperándome cada vez me sentía peor. La cosa no fue grave porque creo que tuve la sensatez de aflojar el ritmo en cuanto vi que no iba bien, y no tratar de forzar hasta reventar. Lo sentí mucho porque me encontraba mejor que nunca para disfrutar de correr una carrera tan bonita como esta, muy bien organizada y en una ciudad bellísima. Pero llegué, lo conseguí, al límite, pero lo hice. Y me siento orgulloso, por mí y por todos los que me ayudaron en el camino. Espero no haberlos defraudado porque puse lo mejor de mí en el intento, no sólo en este último maratón, tan dramático, ni en los otros cuatro Majors, sino en cada uno de los más de 600 días que tuve que salir a correr estos dos años para conseguirlo, con calor, con frío, con lluvia, con viento, de viaje, con nieve, con pereza, motivado, con preocupaciones, de mala leche, con sueño, de buen humor, cansado, aburrido, con dolores, solo y acompañado.
Gracias a Guillermo por enseñarme tanto, y no sólo a correr, y a Jose, a Jaime, a Alfredo y a Manolo. Gracias a Pau por sus manos sabias y su atención. Gracias a Cris por su dulce paciencia y a Irene por hacerme sentir el campeón mundial de los papás maratonianos. Y sobre todo, mil perdones a todos aquellos a los que dejé de dedicar algo del tiempo que sin duda se merecen por culpa de esta bendita chifladura. Besos y abrazos
martes, 18 de octubre de 2011
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